Mujeres de letras: pioneras en el arte, el ensayismo y la educación
BLOQUE 2. Pensadoras y filósofas

Escribir “Como vivir en la tierra”: Los escritos autobiográficos y ensayísticos de Natalia Ginzburg

Antonia Hernández Cantabella

I.E.S. “El Carmen”

A Pascual Ballesta Núñez

por quien he descubierto a Natalia Ginzburg

Resumen: En el año en que se cumple el centenario de su nacimiento, resulta de un interés especial centrar la atención en los escritos ensayísticos y autobiográficos de Natalia Ginzburg, ya que ella misma convirtió su vida familiar en objeto de observación minuciosa a lo largo de su vida, y antepuso su gusto por la “memoria” –frente a la “fantasía”– como fiel creadora de la materia literaria.

Esta comunicación quiere acercarse al manejo de las palabras (palabras que causen “placer”, riqueza, palabras “lavadas y frescas”) que la autora sopesó con inteligencia y sensibilidad, y a los temas (variados como la existencia humana) acerca de los que quiso reflexionar. Para ello, haremos un recorrido por su obra ensayística y autobiográfica, de la que hemos seleccionado cinco títulos.

Palabras clave: Ensayo; Autobiografía; Realidad; Guerra; Palabras; Temas.

Cuando escribo algo, suelo pensar que es muy importante y que yo soy una gran escritora. Creo que a todos les ocurre igual. Pero hay un rinconcito de mi alma donde sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, una escritora pequeña, muy pequeña. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. […] Prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequeña escritora que yo sea, aunque como escritora sea una pulga o un mosquito. Lo que sí es importante, en cambio, es tener la convicción de que es justamente un oficio, una profesión, algo que se hará toda la vida. (Ginzburg 2002: 103)

Era su “oficio”, como ella lo llamó toda su vida, “el más bonito del mundo”, y así lo diferenció del “trabajo”. También lo llamó “vocación”: “La única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación” (Ginzburg 2002: 161). A los treinta y tres años reflexionó sobre sus comienzos como escritora y su evolución personal y vocacional en el ensayo aquí mencionado, “Mi oficio”. De niña sabía que quería escribir, y pasaba las tardes “perdiendo el tiempo entre palabras”. Buscaba con ellas contar historias, y con ese término aludía a la fantasía y la memoria, no a la cultura, “cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida”. Sus rasgos de estilo fueron, casi desde sus comienzos, la brevedad y la prisa, debido a la poca atención que recibía de sus hermanos mayores en las conversaciones durante las comidas, lo que hacía necesario ser breve; y con esta aclaración deja entrever otro rasgo de estilo muy característico de su obra, el comentario irónico. En su búsqueda de una voz narrativa atesoró detalles captados de una realidad imperfecta, hiriente, de seres deformes, incapacitados; o fingió escribir como un hombre, con perversidad masculina. Pero todo eso ocurrió antes de que hallase su verdadera voz de escritora, y ese momento vino en los Abruzos, en 1940, en un pueblo al que había sido confinado su marido, Leone Ginzburg, profesor de literatura rusa, traductor y antifascista. Allí añoraba su ciudad, Turín, al tiempo que se encariñaba con la gente del nuevo lugar, y esa combinación de nostalgia y descubrimiento “empezaba a arder alegremente dentro de mí, y sentía muchas ganas de escribir”. Orientó su oficio hacia la realidad:

En el relato ponía a gente inventada y a gente real, del pueblo; también me salían ciertas palabras que decía la gente de allí y que yo antes no sabía, ciertas imprecaciones y ciertas frases hechas: estas palabras nuevas crecían y fermentaban y daban vida incluso a todas las demás palabras viejas. (Ginzburg 2002: 97)

La renuncia inicial a la escritura, olvidada para cuidar de sus hijos pequeños, la hacía llorar a menudo, pero consiguió retomar su oficio aprovechando la experiencia de la maternidad: “Ya no deseaba tanto escribir como un hombre, porque había tenido a mis niños […]. Me parecía que las mujeres sabían sobre sus hijos cosas que un hombre no puede saber jamás”. Sus palabras le parecen, entonces “como lavadas y frescas, todo volvía a estar como intacto, lleno de sabor y de olor”.

En este ensayo reflexiona acerca de la influencia de la felicidad o infelicidad que siente el escritor y su repercusión en el proceso de escritura: “…nuestra condición terrenal tiene una gran importancia en relación con lo que escribimos. […] Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, nuestra memoria actúa entonces con más brío. La felicidad impide que el escritor “tenga una relación íntima y tierna con nuestros personajes”, y “lo que nos falta es la caridad”. En cambio, el dolor y el sufrimiento que produce lo vivido permiten descubrir varias dimensiones en la realidad y profundizar en aspectos esenciales de los demás:

Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital. (Ginzburg 2002:101)

De cualquier modo, en el proceso de escritura cualquier sentimiento ajeno a lo que se escribe se adormece, desaparece, pero ocurre solo si dicho proceso tiene un valor. Nunca puede pedirse a este oficio que acalle la propia infelicidad:

…este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena. […] Entonces, nos ayuda también a mantenernos en pie, a tener los pies bien asentados sobre la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él quien manda y se niega siempre a prestarnos atención cuando lo necesitamos. (Ginzburg 2002:102)

La tierra que se pisa, sobre la que se vive, no será perdida de vista por la autora en su andadura poética. En su ensayo titulado “Retrato de escritor”, incluido en la colección Nunca me preguntes, escrito veintiún años después, utiliza la tercera persona para referirse a un escritor en abstracto, que se corresponde con sus inquietudes desde el principio. Un escritor que se sentía culpable dedicando horas a la escritura; que tenía mucha más fantasía de joven que en el momento actual; que padece como principales defectos en su prosa “la pobreza de imaginación y el ritmo breve y rápido”; que servía para “contar cosas que había entendido de otros o de sí mismo o cosas que le habían sucedido realmente”; que rechaza escribir para sí mismo; que, en definitiva, sufre contando la verdad, y duda de que escogiera el camino correcto huyendo de “las invenciones”. Se pregunta, por fin, si escribir es un deber o un placer, a lo que se contesta: “No era ni una cosa ni la otra. En los mejores momentos, era y es para él como vivir en la tierra.” (Ginzburg 2009: 241)

Ante esta plenitud alcanzada en el proceso de escritura, la importancia dada a toda crítica, favorable o desfavorable, sobre la propia obra literaria, ha de ser imperceptible, “como cuentan poco para un río o una nube los pueblos y los árboles que encuentra a su paso”. “En realidad quien escribe no tiene derecho a pedir para su obra nada a nadie. […] Ha tenido el gran placer de escribirlas; esto en el fondo debería bastarle para siempre”. (Ginzburg 2009: 99) Pero la autora es consciente de que no suele el escritor estar a la altura de lo deseable:

Pocas veces conseguimos mirar nuestra obra con verdadero amor. El amor verdadero por nuestras obras conserva siempre un ojo irónico y divertido; así como en nuestra vida toda pasión amorosa es imperfecta si no la ilumina una mirada divertida, aguda y penetrante del conocimiento. (Ginzburg 2009: 100)

Para prestar atención al estilo de Natalia Ginzburg podemos empezar por la importancia dada por ella a las palabras. Las palabras que escuchó o se dijeron en su entorno. Así lo expresó en su magnífica obra Léxico familiar:

Somos cinco hermanos. […] Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia […] para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud […]. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar […]. De tal forma que, cuando uno de nosotros diga: “Distinguido señor Lipmann”, la voz impaciente de mi padre resonará en nuestros oídos: “Dejad esa historia. ¡La he oído ya muchas veces! (Ginzburg 2016: 37-38)

La autora expone en unas páginas de Léxico familiar los derroteros que tomaban los jóvenes escritores una vez acabada la guerra. Utiliza la metáfora del cristal roto, a través del cual el escritor había podido dejar atrás un mundo de sueños (que le había sido preciso inventar durante el fascismo) para adueñarse, verbalmente, del mundo real. Pero se vio pronto que esta tarea, si no imposible, era muy difícil. Ante tal complejidad, unos optaron por describir la realidad gris con un lenguaje también gris, y otros acompañaron a la grisura con una violencia de emociones incontenibles:

…el error general consistía siempre en creer que todo se podía transformar en poesía, en palabras. Lo cual trajo aparejado una aversión tan fuerte hacia la poesía y las palabras que llegó a incluir a la auténtica poesía y a las auténticas palabras, por lo que al final todos callaron petrificados por el aburrimiento y la náusea. Era necesario volver a escoger las palabras, a escrutarlas para sentir si eran falsas o auténticas, si tenían verdaderas raíces en nosotros o si tenían tan sólo las efímeras raíces de la ilusión general, […] volver a asumir el propio oficio […]. De esta forma, cada uno volvió a tomar, solo y descontento, su propio camino. (Ginzburg 2016: 201-203)

En el ensayo “El hijo del hombre”, escrito en 1946 y publicado en la colección titulada Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg completa su idea de escritura: “Nosotros no podemos mentir en los libros ni podemos mentir en ninguna de las cosas que hacemos. Acaso sea el único bien que nos ha traído la guerra.” (Ginzburg 2002: 78)

El camino de Natalia Ginzburg se desveló muy pronto claro, ancho y franco, por la brevedad con que describe personas o lugares, estados de ánimo o reflexiones. Hay en ella un laconismo que conduce a la frase elegida, y solo esa permanecerá escrita. Se la ha llamado en muchas ocasiones la escritora de lo pequeño, pero no estamos de acuerdo con esa visión, pues trató siempre de expresar “los días y los asuntos de nuestra vida, los días y los asuntos de la vida de los demás a los que asistimos, lecturas e imágenes y pensamientos y conversaciones” a través de un lenguaje terrenal, accesible, y al mismo tiempo evocador, de una sorprendente fuerza connotativa (Ginzburg 2002: 104). Un ejemplo de lo que señalamos es el siguiente:

Pavese…aquella primavera solía llegar a nuestra casa comiendo cerezas. Le gustaban las primeras cerezas, las pequeñas y jugosas que, según él, tenían “sabor a cielo”. Desde la ventana lo veíamos aparecer por el fondo de la calle, alto, con su rápida forma de caminar: venía comiendo cerezas y arrojando los huesos contra la pared con un tiro seco y fulminante. Para mí la derrota de Francia quedó unida para siempre a aquellas cerezas que él nos hacía probar cuando llegaba, sacándoselas una a una del bolsillo con su mano parsimoniosa y huraña. (Ginzburg 2016: 178)

Los puntos suspensivos, sin presencia de adjetivos, son suficientes para expresar la emotividad que despierta Pavese en la autora; como también para describir la llegada de su marido a la vida de su familia lo mejor son las simples, usadas, palabras: “Un día mi padre lo vio en la avenida Re Umberto con uno al que conocía de vista, un tal Ginzburg”. (Ginzburg 2016: 115) Las descripciones de personajes nos permiten a los lectores acabar el retrato: “Leone aún se quedaba un buen rato de pie junto a la estantería, sacaba un libro y comenzaba a hojearlo, y leía como al azar durante mucho tiempo, con el ceño fruncido. Se quedaba leyendo así, como al azar, hasta las tres”. (Ginzburg 2016: 154) Hay descripciones de personajes de quienes la autora deja entrever, mediante el uso del recurso retórico de la cohabitación, lo que han ganado y lo que han perdido, como en el caso de su hermana Paola, casada en ese momento con Adriano Olivetti: “Paola no reconocía las calles de su juventud, de cuando tenía muy pocos vestidos y leía a Proust”. (Ginzburg 2016: 145) Otras veces la descripción de un espacio lleva implícito un momento:

Después llegó el 25 de julio, y Leone dejó el confinamiento y se fue a Roma. Yo me quedé todavía allí. Había un prado que mi madre llamaba “del caballo muerto”, porque en él una mañana habían hallado un caballo muerto. Solía ir allí todos los días con los niños. Echaba de menos a Leone y a mi madre; y aquel prado, donde había estado tantas veces con ellos, me producía una gran tristeza. Tenía el ánimo embargado de los más tristes presentimientos. (Ginzburg 2016: 194)

El estilo de Natalia Ginzburg es el mismo tanto si elige una cita clásica como una cancioncilla popular. Un verso de la Égloga primera de Virgilio encabeza su hermoso ensayo “Invierno en los Abruzos”, escrito en 1944 y que da comienzo a Las pequeñas virtudes: “Deus nobis haec otia fecit” (“Un dios nos preparó este descanso”). La cita resulta irónica si consideramos los motivos de su estancia en los Abruzos: Mussolini, el ser más alejado de un dios benévolo, los ha confinado. Pero también hay una metáfora por la referencia figurada a un ser superior –“Deus”– que transforma ese orden cruel en dones para los casados, quienes vivirán el lugar y el momento como los últimos en paz y armonía del matrimonio. Crocetta, la niña criada que trabaja para ellos en los Abruzos, entretiene a los niños con una canción en la que una madrastra mata a su hijastro y lo cocina para el padre, y el niño –sus huesos– cuenta: “Y mi madrastra maldita/me metió en la marmita/y de un solo bocado/mi papá me ha tragado.” Son palabras hermosas porque continúan resultando evocadoras para la autora con el pasar del tiempo: “A veces me sorprendo murmurando los versos de esta canción y, entonces, todo el pueblo surge ante mí, junto con el sabor particular de aquellas estaciones, junto al soplo helado del viento y el tañido de las campanas”. (Ginzburg 2002: 17) Hay otras metáforas que no dejan indiferente al lector, como cuando habla de las cocinas de los vecinos del pueblo: “Era fácil distinguir a los pobres de los ricos mirando el fuego encendido”. (Ginzburg 2002: 13) O ese símbolo, más que frase, que da comienzo a su segundo ensayo en la misma colección, de 1945: “Yo tengo los zapatos rotos […]. Pero yo sé que también se puede vivir con los zapatos rotos”. (Ginzburg 2002: 21) También su querida metáfora de la niebla aparecerá en distintos pasajes de sus obras, acompañando a diferentes personajes: Natalia niña que va hacia la escuela o el padre envuelto en su abrigo, camino de su trabajo.

A propósito de la muerte, Ginzburg adopta un estilo que podría llamarse inductivo, cuando al final del ensayo “Invierno en los Abruzos” rompe la trama que va suavemente llegando al final, es decir, a la primavera, y el tono de la voz narrativa se vuelve solemne, atemporal, frío por su distanciamiento repentino de lo anecdótico:

Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias.

Mi marido murió en Roma […] pocos meses después de que dejáramos el pueblo. […] Aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo sé. (Ginzburg 2002: 19-20)

La muerte del padre de dos amigas de la infancia la lleva a describir los restos de la casa donde habían vivido, y entrelazada a la descripción del hogar derruido va la descripción de la soledad que conlleva, en este caso, la muerte:

La casa estaba en la calle Governolo. Fue destruida durante la guerra, y cuando, una vez finalizada ésta, volví a Turín, fui a visitarla. Sólo quedaba un montón de ruinas en el viejo patio y el pasamanos de las escaleras despanzurradas, aquellas escaleras por donde el viejo padre subía y bajaba con la bicicleta y los cestos. El viejo padre había muerto hacía tiempo, durante la guerra, pero antes de la ocupación alemana. Cayó enfermo y fue ingresado en el hospital judío, adonde se llevó un pollo que esperaba que le permitieran cocinar. Murió solo, porque una de las hijas vivía en África, donde se había casado, y la otra, la decidida, vivía en Roma, donde estudiaba Derecho. (Ginzburg 2016: 166)

Los supervivientes de la muerte eligen el silencio, como Pavese ante la muerte de Leone Ginzburg: “Pavese casi nunca hablaba de Leone. No le gustaba hablar de los ausentes ni de los muertos. Lo decía. Decía: ‘Cuando alguien se marcha o se muere trato de no pensar en él, porque no me gusta sufrir’ ”. O como la madre de Natalia: “No intercambiamos demasiadas palabras sobre la muerte de Leone. Ella le había querido mucho, pero no le gustaba hablar de los muertos…”. (Ginzburg 2016: 188 y 196) Sorprende, por hermoso en su hondura, el análisis que hace del suicidio de Cesare Pavese, amigo de quien habla en varias obras y a lo largo de toda su vida. En Léxico familiar apunta a la “sagacidad” de Pavese como el desencadenante de sus problemas. El miedo no podía caber en su calculada existencia sin sorpresas, y precisamente fue el miedo a la guerra lo que caracterizó aquellos años. La conclusión a la que llega Ginzburg parece un pequeño relato:

Pensó incluso más allá de su vida, en nuestros días futuros, consideró cómo se comportaría la gente ante sus libros y su memoria. Observó más allá de la muerte, como los que aman la vida y no saben separarse de ella y que, aun pensando en la muerte, van imaginando no la muerte, sino la vida. Sin embargo él no amaba la vida, y aquel mirar suyo más allá de su propia muerte no era amor por la vida, sino un preparado cálculo de circunstancias, para que nada, ni siquiera después de muerto, pudiese cogerlo por sorpresa. (Ginzburg 2016: 241)

En el ensayo de 1953, “Las relaciones humanas”, Ginzburg define la condición de adulto ayudada de la experiencia de la muerte:

Somos adultos porque tenemos a nuestras espaldas la muda presencia de las personas muertas, a las que pedimos un juicio sobre nuestro comportamiento actual, a las que pedimos perdón por las ofensas pasadas. Querríamos arrancar de nuestro pasado tantas palabras crueles […]. Somos adultos por todas las mudas respuestas, por todo el mudo perdón de los muertos que llevamos dentro de nosotros. (Ginzburg 2002:140-141)

En el ensayo “Mi psicoanálisis”, de 1969, anhela continuar con las personas ya muertas una conversación inacabada. Y en “Memoria contra memoria” Natalia Ginzburg insiste en contar momentos del pasado referidos a la fundación de la editorial Einaudi, en los que eran protagonistas personas muertas, como Leone y Pavese, y de cuyas acciones en el pasado no se había dado completa crónica en la autobiografía del editor. Porque contando las cosas como fueron —parece sugerir— la muerte no puede adueñarse del presente en que vivimos sin nuestros muertos.

Leyendo pasajes de la obra de Ginzburg, se ve en ella y en su familia una asimilación de una visión artística del mundo, o una concretización en la vida cotidiana de otras vidas, las vidas de los demás, literaturizadas por el arte de narrar de su madre. Las historias contadas en voz alta, entre las interrupciones y carcajadas del padre, son el comienzo de un interés por el mundo no vivido sino revivido en la narración: interesante no por lo sucedido sino por cómo se contaba lo sucedido, por eso: “A mi madre le alegraba contar historias, porque amaba el placer de narrar. Comenzaba a contar algo en la mesa dirigiéndose a uno de nosotros, y tanto si contaba algo de la familia de mi padre como de la suya, ponía mucha pasión y siempre era como si relatase aquella historia por vez primera a oyentes que no la conocían” (Ginzburg 2016: 36). Dice su madre a su padre que Proust: “era uno que quería mucho a su madre y a su abuela, que tenía asma y nunca podía dormir, y que como no soportaba los ruidos, había forrado de corcho las paredes de su cuarto” (Ginzburg 2016: 74). Sus hermanos Paola y Mario se sentaban juntos en el sofá familiar y leían poemas de tono triste, lo que provocaba el recelo del padre. O el juego inventado por Paola consistente en clasificar en minerales, vegetales y animales a las personas, de las que los vegetales puros eran los grandes poetas, juego parecido a la clasificación hecha por Dante en De vulgari eloquentia, según les dijeron. El gusto de Natalia Ginzburg por Chéjov probablemente la llevó a fijar su atención en el profesor de literatura rusa , y a escribir, muchos años después, una breve biografía de ochenta páginas del escritor, en la que, fiel a su estilo depurado y ágil, repasa la vida y la obra del dramaturgo y cuentista sin agotar el tema, dejando fuera de su ensayo la exhaustividad, y volcando el peso del yo del autor en la visión del asunto; en definitiva, cumpliendo con pulcritud las normas del género ensayístico, desde Montaigne.

La literatura es para ella, no solo como escritora sino también como lectora, una experiencia necesaria:

…las auténticas novelas operan el prodigio de devolvernos el amor por la vida y la sensación concreta de lo que queremos de la vida. Las auténticas novelas tienen el poder de alejar de nosotros la cobardía, la torpeza y el sometimiento a las ideas colectivas, a los contagios y a las pesadillas que se respiran en el ambiente. Las auténticas novelas tienen el poder de llevarnos de golpe al corazón de la verdad. […] Porque las novelas están entre esas cosas del mundo que son a la vez inútiles y necesarias, totalmente inútiles porque carecen de una razón de ser visible y de cualquier clase de finalidad, y no obstante necesarias en la vida… (Ginzburg 2009: 70-71)

“Cuando yo era pequeña y vivía en casa de mis padres…” No hay mejor comienzo para un libro que pretende convocar los recuerdos de una vida en familia. Parece uno de esos comienzos de los cuentos populares infantiles, o tal vez así empezaba su madre a contarles historias. Lo cierto es que en esa frase quedan enlazados el cuándo y el dónde, y la niña y narradora. La casa no es una cuestión baladí, ni en este Léxico familiar, ­donde la casa se conforma como seno que acoge no solo a la familia presente, sino también a los familiares que conviven desde la distancia de la muerte gracias a la cercanía de ese “léxico” que los actualiza; y acoge, especialmente, a los amigos refugiados que se esconden, hasta una inminente huida­, en dormitorios ya desocupados por los hijos mayores; ni tampoco desaparece la trascendencia de la casa en los ensayos escritos por la autora, donde la ilumina con una luz especial, como la casa de los Abruzos, en cuyo interior llovía, pero había una mesa ovalada que acogía a Leone y a Natalia con sus escritos (y así les gusta recordarlos a su hijo Carlo muchos años después). En Léxico familiar encontramos referencias a las sucesivas casas de la familia: “Los años de la calle Pastrengo”, con sus setas que crecían en el retrete, para disgusto de la abuela paterna, quien tenía su frase para el hecho: “Ésta es la casa de Tócame Roque”. (Ginzburg 2016: 40-41) Su madre “vivía la casa”, le daba aliento con su estar:

“¡Estoy helada! –decía mi madre, pero lo decía alegremente, porque le gustaba mucho el agua fría– ¡Sigo helada! ¡Qué frío hace!” Y se iba a dar una vuelta por el jardín, envuelta en el albornoz y con su taza de café en la mano. En ese momento había en la casa un poco de paz, porque todos mis hermanos estaban en la escuela. Mi madre cantaba y se secaba el pelo al aire de la mañana y después iba al cuarto de la plancha a hablar con Natalina y Rina. (Ginzburg 2016: 50-51)

También nos cuenta la autora cómo crecían milagrosamente las rosas en su jardín, pues nadie se había ocupado de regarlas, o cómo su hermano Alberto y sus amigos se subían al cerezo, o cómo su amigo Lucio jugaba con ella o leían en el jardín de la casa (Ginzburg 2016: 64-65). Los cambios de vivienda unas veces entusiasmaban a la familia por algún motivo ­como la planta baja, que permitía a su madre salir a la calle sin sombrero­, y otras veces resultaban decepcionantes, como la casa de la calle Pallamaglio, por estar en el último piso y tener unas tristes vistas a una fábrica de barnices y a una iglesia fea que, para disgusto de su madre, resistió en pie todos los bombardeos de la guerra. Al acabar la contienda, la autora, ya viuda, preferirá no convivir con sus padres, con quienes habría podido estar; en cambio: “quería que mis hijos volvieran a tener una casa conmigo”. (Ginzburg 2009: 41) En el ensayo titulado precisamente “La casa”, de 1965, Ginzburg reflexiona acerca de las razones inconscientes que llevan a alguien a elegir una determinada vivienda y no otras. Como siempre ocurre con nuestra autora, el tema alcanza una profundidad que a priori podría habérsele negado, y lo consigue sin abandonar su aspecto desenfadado, humorístico. La casa aludida fue buscada incansablemente en Roma por su segundo marido, Gabriele Baldini, y por ella, quien reviste esa búsqueda, a un tiempo, de la cotidianidad de las preocupaciones domésticas de cualquier matrimonio y de la magnitud con que un héroe como Eneas busca un hogar donde empezar a vivir otra vez. Aquí la casa se convierte en una metáfora de la búsqueda de la infancia, de algo de la infancia de cada uno. Hay, al principio, una resistencia por parte de la autora a abandonar la vivienda actual:

En aquella casa había construido mi guarida. Era una madriguera […]. Allí dentro estaba como con una chaqueta vieja. ¿Por qué cambiar de casa? […]

O quizá no era que yo no deseara vivir en ninguna casa, en ninguna, porque odiara las casas, sino más bien porque me odiaba a mí misma. Y no era que todas las casas, todas, podían ser adecuadas con tal que las habitara otro y no yo. (Ginzburg 2009: 25)

Acerca de una casa que le gustó, pero no fue la elegida, opina la autora:

En Roma estaban los alemanes y yo estaba escondida en un convento de monjas de aquella zona, y pensé que amaba, de Roma, todos los lugares en los que en un momento u otro de mi vida había echado raíces, sufrido, pensado en el suicidio, las calles por las que había caminado sin saber adónde ir. (Ginzburg 2009: 29)

Y cuando por fin dan con la casa definitiva (que reúne las características que buscaba su marido), su reflexión es la siguiente:

…quizá me gustó porque estaba cerca de un despacho en el que había trabajado muchos años atrás, cuando todavía no conocía a mi marido, los alemanes acababan de irse de Roma y estaban los americanos. Iba a aquel despacho todos los días. Metía el pie, todos los días, por superstición, en un hueco del adoquinado que tenía la forma de un pie. Aquel hueco estaba justo en la entrada de una cancela. Abría la cancela y subía una escalinata. El despacho estaba en el primer piso y daba al viejo patio, donde había una fuente. […] La fuente, el patio, la cancela, el hueco en el adoquinado seguían existiendo, pero el despacho ya no existía. […] A pesar de todo era todavía, aquel, un punto de la ciudad que yo reconocía como un lugar amigo, un punto en que, en un tiempo pasado, me había construido una guarida. No es que hubiese sido feliz en aquel despacho, había sido, por el contrario, perdidamente infeliz. (Ginzburg 2009: 33-34)

La colección de ensayos publicada en 1970 lleva por título Nunca me preguntes y el ensayo que da título a la colección, escrito en 1969, es una de las más hermosas evocaciones de su madre, figura fundamental en el crecimiento estético de Natalia Ginzburg. Al mismo tiempo, es una confesión personal acerca de su contradictoria relación con la música, ­tema también planteado con mucha gracia en el ensayo “Él y yo” (Ginzburg 2002) y un inquietante cuestionamiento en torno a la superioridad del error sobre la felicidad en el arte y, tal vez, también en la vida. La ópera de Wagner forma parte de los recuerdos infantiles de la Ginzburg:

Las palabras “Nunca me preguntes” que mi madre cantaba mientras bebía el café por la mañana y que yo misma solía gritar sin saber que desafinaba y pensando que podría ser una gran cantante, tienen el mágico poder de devolverme a las mañanas felices de mi infancia y a mi madre. (Ginzburg 2009:80)

Elsa va a ser defendida por un caballero que llega conducido por un cisne, la salvará pero ella nunca podrá saber ni el origen ni el nombre de ese caballero. Ambos se juran amor mutuo, lo que no borra del pensamiento de Elsa la inquietud que le causa no conocer el nombre de su amado, quien la consuela así:

LOHENGRIN: ¡Cuán magnífica /me parece la esencia /de nuestro amor! /Sin habernos visto antes, /nos presentíamos. /Yo estaba destinado a ser tu defensor. /El amor me condujo hasta ti: /tus ojos me revelaron /que estabas libre de toda culpa… /Tu mirada me convirtió /en siervo de tu gracia. / […] / ¡Nunca desaparecerá tu encanto, /si ahuyentas de ti toda duda!

Ginzburg compara el desconsuelo que le produce esta historia con el amor desafortunado de Natasha y el príncipe Andréi en Guerra y paz, y añade:

Respecto a la historia de Elsa en Lohengrin, cuando era niña pensaba, consumiéndome de rabia, que yo nunca me habría comportado así […]. Todavía hoy no puedo oír o pronunciar las palabras de Lohengrin a Elsa, “Nunca me preguntes”, sin que un escalofrío me recorra la espalda. (Ginzburg 2009: 78)

Por ello inventa distintos finales felices para la historia, porque le parecía nefasto que un amor así acabara por una pregunta tan nimia.

Sin embargo, de pronto caí en la cuenta de que, con un final feliz, aquella historia se desmoronaba, que desaparecía toda su fuerza. El secreto de su grandeza residía en el error y en la irrevocabilidad del error. Era una verdad elemental, pero me duró el asombro, y el instante en que tomé conciencia de esa verdad está impreso en mi memoria, ya que fue la primera vez en la vida en que vislumbré la superioridad de la desventura frente a la felicidad. (Ginzburg 2009: 79)

Su experiencia en la ópera, al asistir a esta representación, fue negativa: “Le dije a mi madre que no me gustaba el teatro con ópera, porque la música tapaba las palabras. Prefería aquellas palabras en la voz de mi madre”. (Ginzburg 2009: 80)

En Léxico familiar Lidia, la madre, se nos presenta como un ser luminoso, una especie de Beatrice que no viaja en el recuerdo con la protagonista, pero que ilumina el camino de este viaje hasta su fin. Podríamos pensar en el doble sentimiento de delectación con que evocaría Ginzburg las anécdotas cómicas de su padre (quien después las leyó divertido) y de consuelo por la memoria de su madre, muerta seis años antes de la publicación. De ella nos llega su manera artística de vivir, representada en un simple viaje en tranvía, una tarde de cine, una conversación con amigas, o con el verdulero, ya avanzada la etapa fascista, quien le aseguraba que Mussolini no podría aguantar mucho más, y esa opinión era suficiente para el optimismo de ella (no para el de su marido). La evocación de un ingreso de Natalia niña en el hospital es reveladora de su manera artística de entender la vida:

Para que el hospital no me impresionara, mi madre me explicó que era la casa del doctor, y que todos los demás enfermos eran hijos, primos y sobrinos suyos. Yo me lo creí por obediencia, pero al mismo tiempo sabía que se trataba de un hospital. Esa vez, al igual que más tarde, la verdad y la mentira se entremezclaron en mí. (Ginzburg 2016: 98)

La última parte de este trabajo presta atención a las ideas volcadas por la autora en sus ensayos acerca de la educación de los hijos y de la relación entre sociedad y moralidad, y nos parece un tema de su obra en el que Ginzburg se desenvuelve con maestría a lo largo de los años. Tienen una doble finalidad discursiva: didáctica y estilística. Mencionaremos, obligados por la brevedad de este trabajo, unos cuantos ensayos que servirán de ejemplo para mostrar algunos de los temas en que ha incidido.

“Las pequeñas virtudes” (1960) alude, desde el título, a comportamientos sociales muy elogiados, pero que no conviene inculcar a los hijos, como son: el ahorro, la prudencia, la astucia, la diplomacia y el éxito. En sí mismas no son negativas, pero si solo se enseñan estas, conducen al miedo a vivir y al cinismo. Sus complementarias, las grandes virtudes, son de naturaleza instintiva, razón por la cual creemos que no se enseñan, sin embargo “deben constituir […] el principal fundamento de la educación”. Estas son: la generosidad e indiferencia hacia el dinero, el coraje y desprecio por el peligro, la franqueza y amor por la verdad, el amor al prójimo y la abnegación, y el deseo de ser y de saber. Respecto a la educación de los hijos y nuestro grado de cercanía con ellos: “Es preciso que su búsqueda de la amistad, su vida amorosa, su vida religiosa, su búsqueda de una vocación estén rodeadas de silencio y de sombra, que se desarrollen al margen de nosotros”. (Ginzburg 2002: 162) Y la única posibilidad de resultarles de ayuda es “tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida”. (Ginzburg 2002: 163)

En el ensayo “Silencio” (1951) analiza cómo hay dos silencios que nos amenazan: el silencio con uno mismo y con los demás; debemos intentar vencer la antipatía hacia nosotros mismos, y ya que no podemos elegir entre ser felices o infelices, al menos “podemos elegir no ser diabólicamente infelices”; y el silencio con los demás existe porque está sobre la tierra, y su nombre se puede cambiar por el de pánico o culpa. Frente a la interpretación del psicoanálisis, según el cual la persona se cura de este silencio viviendo de acuerdo con el instinto y el placer, la autora responde que no somos libres en todo y señala que nuestra única elección reside en nuestra responsabilidad moral, esto es, elegir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto y la verdad y la mentira. (Ginzburg 2002: 110-111)

En “Vida colectiva” (1970) explica que lo que detesta de su época es la “falsa concepción de lo útil y de lo inútil”, e inútil se considera: la “conducta moral del individuo” y todo “lo que forma la vida de la poesía” (Ginzburg 2009:130-131). La edad preferida en nuestra época es la adolescencia, y todos queremos ser adolescentes, en todas nuestras actividades, en especial en las relaciones amorosas, que tienen como rasgo característico una naturaleza dramática, pero queremos desposeerlas de su dramatismo esencial para convertirlas en un mero juego. También en el ámbito de la creación artística las obras “expresan del mismo modo un deseo de no esforzarse, de no trabajar, de no sentir dolor, de no derramar sangre” (Ginzburg 2009: 132).

En “Dos comunistas” (1970) evoca la querida personalidad de su amigo Felice Balbo, quien se caracterizó por no tergiversar la valía de las personas atribuyéndoles dones inexistentes, y buscó en el prójimo “su núcleo más vital y profundo”. También revela una de sus pocas ideas políticas claras, según ella misma dice: ante la muerte “preferiría ser asesinada antes que asesinar” (Ginzburg 2009: 139).

En “El sexo es mudo” (1976) considera que “la libertad sexual no puede ser total si nos hemos propuesto no hacer daño a ningún ser vivo. Está condicionada a los otros como cualquier otra libertad”. Diferencia entre los juegos y los acontecimientos: los juegos connotan infancia y no hay en ellos felicidad ni dolor; los acontecimientos se dan cuando hay dos personas frente a frente, y entonces intervienen la felicidad y el dolor, el bien y el mal. Hay siempre una relación entre el sexo y el alma, por eso, si una de las dos personas o las dos conocen la felicidad o el sufrimiento en el acto sexual, es decir, si lo viven dramáticamente, emiten “una especie de resplandor”. Los acontecimientos sexuales aparecen comparados con dragones, por la extrañeza y el misterio que connotan. En el ámbito artístico, establece una diferencia entre el cine pornográfico (no artístico) y el cine de contenido pornográfico con valor artístico, porque este “es adulto, y arrastra consigo el bien y el mal, el dolor y la felicidad, y la realidad”. Y concluye con la siguiente reflexión:

El acontecimiento sexual, pues, no tiene ningún fin, y no quiere tener ninguno. Pero las cosas más elevadas de nuestra existencia, como el arte, la poesía o la música, no tienen ningún fin visible y tangible y, cuando quieren tenerlo, inmediatamente parecen empobrecidas y despreciadas. (Ginzburg 2009: 292-295)

Queremos terminar insistiendo en la trascendencia que para Natalia Ginzburg tuvo en su escritura el descubrimiento del prójimo, pero ante todo, el hallazgo de uno mismo. Pensamos que a esa doble mirada, que es una sola, nos invita cuando la leemos. De las peculiaridades de su “vivir en la tierra” hemos intentado dar una somera muestra aquí. Quizá hay una imagen que pueda simbolizar el logro poético y vital de la escritora, y es la evocación infantil de “un enorme espejo con marco dorado” donde “se reflejaba el cielo verde del atardecer”. La vida estaba contenida en el espejo, y ella, que se detuvo a mirarlo, interpretó la felicidad e importancia de la experiencia artística.

Bibliografía

GINZBURG, Natalia (2006): Antón Chéjov. Vida a través de las letras. Barcelona: Acantilado, Quaderns Crema S.A.U.

— (2009): Ensayos. Nunca me preguntes/ No podemos saberlo. Barcelona: Lumen, ensayo Random House Mondadori, S.A.

— (2002): Las pequeñas virtudes. Barcelona: Acantilado, Quaderns Crema S.A.U.

— (2016): Léxico familiar. Barcelona: Lumen, narrativa, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

LOHENGRIN: [www.kareol.es/obras/lohengrin/acto3.htm; 02/07/2016]

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