Mitología a prueba de bombas: ¡que vuelva Sarah Kane!

Aproximación a la obra El amor de Fedra

Nuria Clavero Urzaiz

Profesora de Secundaria y Graduada en Arte Dramático

Resumen: Este artículo recoge un análisis de la obra El amor de Fedra de Sarah Kane como ejemplo de reinvención de las mitologías clásicas a través del teatro contemporáneo. Kane, con su particular visión violenta y profunda del teatro, utiliza el mito como instrumento potencial para el desvelamiento de la realidad social de su época, obligando al público a enfrentar los males endémicos que como humanos perpetuamos. A través de la selección del título, de los personajes degradados, de las relaciones amatorias tóxicas, de la decadencia política, del derramamiento de sangre, de la violencia sexual, del poder y de las actitudes más perversas, Kane nos muestra la realidad, conmoviendo y atravesando emocionalmente al público.

Palabras clave: Sarah Kane, Fedra, mitologías, crueldad.

Abstract: This article includes an analysis of the play Phaedra's Love by Sarah Kane as an example of the reinvention of classical mythologies through contemporary drama. Kane, with her particular violent and profound vision of her theatre, uses myth as a potential instrument for the unveiling of the social reality of her time, forcing the audience to confront the endemic evils that we perpetuate as human beings. Through title selection, degraded characters, toxic relationships, political decadence, bloodshed, sexual violence, power, and the most wicked attitudes, Kane shows us reality that is, emotionally moving and provoking of the audience.

Keywords: Sarah Kane, Phaedra, Mythologies, Cruelty.







En la repetición radica también la transgresión, puesto que en el proceso se abren espacios para subvertir precisamente la norma que debe seguirse.

Judith Butler

Cuando la (ir)realidad no sólo se mete en tu casa, sino que te encierra en ella, una siente ganas irremediables de verdad, de llegar a lo honesto a través de la carne y la poesía. De esto sabía mucho Sarah Kane, quien consiguió traspasar los límites espaciales y emocionales del panorama teatral del momento. En la actualidad, entre anestesias varias, fases hipocondriacas y fake news, el teatro sin tapujos vuelve a ser un salvavidas. Se hacen necesarios los golpes directos y el dolor abierto para romper las pantallas con el cuerpo. Durante el 2021, las imágenes del Mediterráneo, Palestina, o Colombia parecen ser ficción ante los ojos privilegiados de quienes nos hemos convertido en sofá inerte durante la pandemia. Resulta curioso que "lo teatral" siga teniendo una fuerte connotación peyorativa en una sociedad "hiperteatralizada" (Puchades, 2005, p.16). Sin embargo, frente a la teatralización de la actualidad, es el teatro, precisamente, el que puede confrontarnos con la realidad de forma crítica y así actuar como revulsivo, antídoto o veneno. Ese virus artaudiano no puede contagiarnos a través del cristal audiovisual ya que necesitamos saborear la sangre, oler la angustia y que el sudor nos salpique (en) la sorpresa. Bucear, como Kane, en la problemática social desde la crudeza y lo violento; desde la poesía y la transgresión; desde el trauma y la compasión. Es también preciso habilitar todos los espacios que posibiliten esa comunión purgante entre personas en presente. Por eso, frente a la espera de lo colectivo, una sólo vuelve y revuelve entre sus filias para rescatar a mujeres como Kane, que supo cómo escupir en el público toda la belleza del dolor y que seguro, hoy día, sabría cómo resquebrajar las pantallas de todos nuestros dispositivos. Sin negar la utilidad de los medios tecnológicos, sigue siendo pertinente atravesar cristales paralizantes y, para ello, poner siempre el cuerpo y asumir los riesgos. En definitiva, salir heridas en/de un teatro que vuelva a gritarnos o a susurrarnos delante de la cara. Un teatro que nos dispare su poder catártico sin posibilidad de esquivar las balas, que sustituya la anestesia general por una sinestesia rizomática reveladora.

¿Por qué (re)volver sobre la mitología?

La utilización de diversas mitologías dentro de la literatura y del teatro contemporáneos es una práctica frecuente y una fuente inagotable de problemáticas comunes inherentes al ser humano. Entendemos el mito desde su carácter narrativo y universal protagonizado por deidades. Sin embargo, el significado y el uso de la mitología han cambiado a lo largo de la historia. Desde las alegorías antiguas, cargadas de moralismo y religión, a la mitología de época romántica con una visión más simbólica (Meletinski, 2001, pp. 25-26). Desde el mito como un saber primitivo, analizado en términos antropológicos y etnográficos, hasta su drástica evolución y asociación a ideologías políticas del siglo XX. Sin olvidar sus recientes connotaciones negativas: "desilusión, mentira, propaganda falsa, creencia popular, fe, convención, [.] expresión [.] dogmática de costumbres y usos sociales" (Meletinski, 2001, p. 27). Estas últimas acepciones junto con su función unificadora y el innegable uso de arquetipos que reducen y limitan la realidad diversa, hacen del mito una auténtica bomba de destrucción (e imposición) masiva. Sin embargo, la mitología puede también polemizar y denunciar esas normatividades asfixiantes y quebrantar las reglas. A pesar de su carácter repetitivo, tanto el mito como el teatro poseen el potencial del juego, de la crítica y de la invención, pudiendo posibilitar a los espectadores nuevos imaginarios colectivos. Por tanto, se torna imprescindible no minusvalorar la potencia del mito ya que, como bien expone Karen Armstrong (2005), no es simplemente una falacia o una narración de una calidad inferior, sino que "un mito es cierto porque es eficaz, no porque (necesariamente) proporcione una información objetiva" (pp.16-20). Y en este sentido, Kane lleva a cabo su tarea de forma eficiente, desvelando muchos de esos tentáculos que se nos incrustan por medio de las costumbres de toda una sociedad, y que a la vez castigan a todo aquel que las rechaza o las incumple.

Como nos muestra Kane en El amor de Fedra, nuestras mitologías contemporáneas vienen marcadas por la carencia de dioses o por la lucha entre humanos que creen en ellos; por el capitalismo generador constante de desigualdades; por doctrinas corporales; por roles machistas y formas de amar poco igualitarias; por la impunidad de la monarquía y de la clase dirigente; y por los medios de comunicación que nos intentan anestesiar frente a las dolencias ajenas y el desastre. Todas estas "mitologías" desbordantes son precisamente con las cuales convivimos y, dados los tiempos convulsos actuales, es tiempo de forzar rebeliones desde distintos ámbitos que propongan nuevas identificaciones y posibilidades de concebir la vida, el mundo y nuestras relaciones. Por ello, si la necesidad humana de mitologías, dioses, figuras, fábulas, rituales, leyendas, famosos e ídolos es innegable, al menos construyamos otras mitologías divergentes y transformadoras. Se trata de huir del destino marcado y transgredir códigos para convertirnos en los dioses y diosas de nuestras propias vidas. Si modificamos valores y referentes y los inscribimos en nuevas mitologías, estaremos influyendo y escribiendo a modo de palimpsesto en el espacio obsoleto que los héroes de antaño siguen ocupando. En lugar de volver repetidamente sobre la espera de una Penélope complaciente, es urgente evidenciar, de forma extrema, el sufrimiento que generan los patrones sociales y/o narrar sin descanso su libertad y agenciamiento. Devolvamos la sangre y el dolor a la escena para que disminuyan en las calles y poder recuperar así la empatía perdida. Volvamos a Sarah Kane.

Sarah Kane y el In-Yer-Face theatre

A lo largo de la década de los noventa, en diversas ciudades de Reino Unido, comienzan a representarse obras de carácter experimental de la mano de jóvenes dramaturgos que se desligan del teatro convencional que les precedía. Estos autores recogen la tradición alternativa que venía dándose desde finales de los años sesenta y generan una nueva corriente escénica cargada de violencias diversificadas. Esta revolución teatral se denominó In-Yer-Face theatre. El término fue acuñado por Aleks Sierz para aglutinar a esta joven generación teatral en la que destacaron nombres como Mark Ravenhill o Anthony Neilson. El denominador común es la exposición del público a situaciones, imágenes o lenguajes que rebasan lo socialmente aceptado. Además, cargan contra la moral de la época, la desigualdad social y el thacheris mode finales de siglo. Sus propuestas son extremas a través del lenguaje directo, la sexualidad, la agresividad, la violencia explícita y lo grotesco. Todos tienen en común esa apertura de la cloaca para sacar a la luz lo que la sociedad se negaba a ver. De esta manera, se genera una crítica implacable y una relación entre el público y la escena en la que se nos fuerza a ser atravesados por la acción de forma abrupta. Nos obliga a dejar a un lado nuestro espacio personal para hacer hueco, forzosamente, a las emociones intensas que se producen en escena.

Entre todos estos autores, destaca la dramaturga Sarah Kane (Essex, Inglaterra 1971 - Londres 1999). A pesar de que su trayectoria teatral no es muy extensa, conviene valorar su bagaje y apreciar el cambio paradigmático que supone su irrupción en el panorama teatral inglés. Durante sus estudios de Arte Dramático en la Universidad de Bristol, pronto despunta como una gran promesa del teatro experimental. En 1995 estrena Blasted (Reventados/Devastados), su primera obra de teatro, la cual provoca una reacción de rechazo y controversia en público y crítica. En ella, se entremezclan de forma violenta los roles de víctima y opresor, el abuso y la irrupción de la guerra. Esta obra rompe con el teatro convencional y marca el comienzo de toda una generación artística en Gran Bretaña. Justo un año después, en 1996, se estrena en Londres Phaedra's Love (El amor de Fedra). Posteriormente, Kane transgrede todavía más los límites y crea Cleansed (Purificados), atestada de violencia, perversión, tortura, totalitarismo y dolor extremo tanto en las imágenes como en los diálogos y el espacio. En Crave (Ansia), ya no hay contexto ni linealidad pero sí cuatro voces sin nombre envueltas en una poética oscura marcada por la pedofilia, la drogadicción, el suicidio, la violación y el incesto. La última obra es Psychosis 4.8 (Psicosis 4.8), su texto más complejo e inclasificable, fruto de sus experiencias en psiquiátricos. Su último grito de búsqueda de emociones suprasensibles y certeras. Sin localización ni acotaciones, con un lenguaje poético entretejido, difícil de digerir, fue estrenada póstumamente ya que, en 1999, Sarah Kane decide quitarse la vida tras sufrir durante años una profunda depresión.

El amor de Fedra

El mito de Fedra ha generado múltiples versiones de autores como Racine, Unamuno o Eugene O'Neill hasta obras más actuales como las de Salvador Espriu, Domingo Miras, Tony Harrison, Juan Mayorga, Raúl Hernández Garrido, Lourdes Ortiz, o la reciente propuesta de Fulgencio Martínez Lax. Todas ellas beben en mayor o menor medida del Hipólito de Eurípides, la versión más antigua que se conserva, y algunas también de la Fedra de Séneca1, como es el caso de la obra de Kane.

Dado su carácter rupturista, puede resultar curiosa la inclusión de un mito en sus creaciones. La propia Sarah Kane no tenía especial inclinación por reinterpretar una obra de los antiguos clásicos. Sin embargo, en esta pieza, Kane consigue aunar influencias y referencias mitológicas con su propio estilo personal. De hecho, es ella quien dirige su estreno, desencantada con la dirección de su obra anterior. Fue el Gate Theatre el que le propuso hacer una adaptación de una obra clásica por lo que El amor de Fedra nace como un encargo. Con todo, no por ser un pedido expreso de una adaptación Kane perdió su singularidad. Su concepción del mito está repleta de violencia, crueldad y excesos, obligando al público a experimentar aquello a lo cual estaba siendo expuesto. El mito de Fedra deja de ser narrado para ser vivido, huyendo de la simple provocación, aunque en ocasiones el público no supiese cómo digerirlo.

En esta obra, nos encontramos ante una adaptación libre, ejemplo de reescritura teatral mitológica contra la dolencia social contemporánea que adormece, disgrega e individualiza. Kane escogió a conciencia la obra de Séneca como base e inspiración para la suya propia (Saunders, 2000, p. 71). Esta decisión es de destacada importancia ya que las tragedias de Séneca, con su indudable influencia en el teatro inglés de los siglos XVI y XVII, suponen un cambio radical en la representación de lo sangriento. Séneca instauró un tipo de teatro de venganza y muerte por medio de recursos cruentos como asesinatos explícitos, acciones violentas, sacrificios y demás torturas (Bregazzi, 1999, p. 49). Sin embargo, a pesar de ser Séneca el estandarte clásico de la violencia, también se dan grandes diferencias con este. Los personajes que en Séneca aparecen contrapuestos bajo la dicotomía de masculino/femenino o casto/lascivo, en Kane se difuminan y dejan de existir delimitaciones morales. Los personajes aquí no están tan alejados los unos de los otros, y la patología, la crueldad y el individualismo han destruido cualquier virtud que previamente vertebraba las versiones del mito. También cabe destacar que la autora define esta obra como su "comedia", frente a la tragedia clásica, haciendo uso de un característico humor negro, siguiendo la estela de S. Beckett. De hecho, la sátira en ambos autores sirve para exponer situaciones conflictivas y así, desmenuzar la condición humana desde el pesimismo. Ambos tienen en común la oscuridad y a veces una cierta claustrofobia en sus espacios escénicos, ayudando a enfatizar el existencialismo de sus obras.

El amor de Fedra se ambienta en un palacio real británico en época contemporánea. En él, Fedra se "enamora" obsesivamente de Hipólito, el hijo de su marido Teseo, el cual está ausente. Sin embargo, Hipólito ya no se presenta como un joven casto y puro, sino que es la materialización del "consumista ideal", siempre rodeado de ropa sucia, comida basura y videojuegos. Incapaz de amar, su única relación con el mundo real es el sexo que mantiene con hombres y mujeres a quienes, acto seguido, desprecia. Pero Fedra, convencida de poder "salvar" a su amado hijastro, acaba confesándole que lo ama. Así pues, el día del cumpleaños de Hipólito, Fedra le "regala" una felación ansiando recibir de él un cambio de actitud por tal entrega. Sin embargo, encuentra en él un cruel rechazo y ella, incapaz de encajar la situación, se suicida no sin antes expandir el rumor de que Hipólito la ha violado. Estrofa, hija de Fedra, enganchada también a Hipólito, defiende su inocencia y pretende salvarlo. Del mismo modo, el sacerdote prefiere salvaguardar el honor de la monarquía y el orden establecido a cambio de ocultar la violación a través del perdón divino. Pero Hipólito, el cual posee un único valor -la sinceridad, y no la castidad-, prefiere acatar su destino y vivir la emoción que finalmente la vida, o más bien la muerte, tiene para él. Cuando Teseo vuelve y encuentra a todo su reino clamando justicia por su esposa y pidiendo la cabeza de su hijo, es él mismo quien termina con la situación. Mientras Teseo se une a los gritos de la plebe congregada, Estrofa es la única que defiende a Hipólito y, por ello, Teseo la viola y la mata frente al pueblo sin mostrar su verdadera identidad. Al darse cuenta, Teseo se quita la vida en plena angustia por la culpabilidad. Mientras los cuerpos yacen muertos, un buitre desciende para acabar de devorar a Hipólito quien, por primera vez, se siente vivo y lamenta no haber tenido más momentos como ese.

En esta versión, Kane expone, en primer lugar, a la clase dirigente. Este grupo hegemónico, fácilmente reconocible y siempre dispuesto a todo con tal de perpetuar su poder, encarna aquí la degradación humana y su inutilidad para el bien de la sociedad que "gobierna". Hipólito, estandarte degradado de las clases regias y políticas prefiere perder su reino a cambio de un poco de "emoción", anulando cualquier redención posible, ya que no posee dignidad ni honor que perder2.

Por otro lado, Kane nos abre los ojos ante los males del "amor romántico" y nos enfrenta a los sistemas de opresión y de dominio contra las mujeres. Fedra cumple a la perfección con las expectativas sociales, con lo que Despentes llama "el sistema de mascaradas obligatorias" (2007, p. 120), excepto en su deseo incontenible por su joven hijastro, lo cual supone romper con su fidelidad hacia un marido desaparecido que seguramente no guarde los mismos votos. Si bien su pasión podría representar una liberación frente a su matrimonio infeliz con Teseo y frente a la religión que condena a la mujer adúltera, Fedra lleva al extremo sus sentimientos, pierde su individualidad, convirtiéndose ella misma en su propia cárcel y perdiendo cualquier ápice de rebelión contra su opresión. Por tanto, en este proceso identitario, su deseo por Hipólito frente a la institución del matrimonio no supone un cuestionamiento consciente de las relaciones de poder que subyacen, sino una obsesión por un hombre todavía peor que su propio marido: el único hombre que tiene a su alcance.

Por consiguiente, Fedra representa tanto el rol de la mujer que acata su destino, enclaustrada en un matrimonio ausente como el de la mujer fuera de sí que vuelve a atarse obsesivamente a otro hombre bajo la excusa de "un incontrolable ardor". Estas dos actitudes son caras de la misma moneda en una sociedad que no permite otras formas de amar y en donde la propia independencia de la mujer como sujeto (sin necesidad de emparejarse a un hombre) es inconcebible. De hecho, Kane, ya desde el comienzo, deja claro el lugar de Fedra en el propio título de la obra. Ya no es Fedra (como en Séneca) la protagonista, sino El amor de Fedra, que alude tanto a la propia obsesión que siente por su hijastro (predomina la obsesión frente al sujeto>pérdida de identidad) como al personaje de Hipólito directamente (genitivo sajón: Phaedra's Love>Hipólito), quedando Fedra en un segundo plano y eliminando así cualquier referencia a esta como sujeto activo, individual e inalienable.

Su ceguera ante la situación viene marcada por la constante imposición de unas convenciones sociales que eliminan la idiosincrasia y dificultan el cuestionamiento del sistema en el que vive, aunque las opresiones sean evidentes y la atraviesen. Por ello, cuestionar el mito del amor romántico desde el ámbito artístico significa denunciar las desigualdades que genera, y supone un acto de pronunciamiento y de rebelión. Como defiende Preciado, "resulta urgente confrontarse con nuestras identidades sexuales como efectos traumáticos de un violento sistema bio-político de género y sexual y elaborar nuevos mitos para interpretar el daño psico-político y osar la transformación" (2008, p.265). En su caso, Kane, en lugar de ofrecer nuevas alternativas, opta por llevarlo al extremo y mostrar sus consecuencias. Por ello, fuerza la degradación de Fedra a través del rechazo de su hijastro, del peso de su marido ausente y de sus propios actos tóxicos, dependientes y dañinos. Su "amor" se manifiesta como una explosión orgánico-cultural irrefrenable y su creciente frustración provoca que su sumisión sea cada vez mayor y el sentido de su vida disminuya. Lamentablemente, esta imposibilidad de existir como sujeto independiente se hace también evidente a través del personaje de su hija Estrofa, la cual, siendo más joven, sigue los pasos de su madre de una forma, si cabe, más alienante. Estrofa parece rechazar y criticar a Hipólito inicialmente, pero descubrimos que esa actitud es producto del despecho, ya que ella tuvo relaciones con Hipólito (y con Teseo) anteriormente. De hecho, cuando la vida de Hipólito peligra, es ella la única que lo defiende y lo quiere salvar.

En cuanto al espacio, el palacio real es tanto espacio doméstico interior como cárcel reguladora hacia el exterior. El hogar es el núcleo principal donde se siguen ejerciendo la mayoría de las violencias. Es pues "una extensión del cuerpo femenino, y de las instituciones matrimoniales y sexuales como regímenes de encerramiento y disciplina" (Butler, 2002, p.9). De esta forma, en la obra, el palacio supone un lugar de significación importante que genera desplazamiento en Fedra. Sin embargo, este espacio no nos informa tan sólo del estatus de Fedra o de la soledad física y psicológica del personaje, sino que nos revela las responsabilidades que implica su posición. Fedra, a pesar de estar encerrada, encarna también un ejemplo exterior para el pueblo y cualquier anomalía en su comportamiento supondría el debilitamiento de la institución monárquica frente a la opinión pública. Su condición de reina la oprime y obliga a mantener una actitud ejemplarizante lo cual agudiza su cautiverio personal. De hecho, Teseo, a pesar de ser el rey ausente, sigue imponiendo su papel patriarcal en la moral del resto de personajes. Esto puede verse al principio de la obra, cuando Fedra se muestra en su rol de mujer obediente y madrastra preocupada frente a las preguntas indiscretas del doctor, negando sentir ningún tipo de atracción por Hipólito. Sin embargo, frente a su hijastro, Fedra niega los lazos de sangre y pide a Hipólito que no la llame 'madre', a lo que este responde con burlas. Esta contradicción con su estatus de madrastra muestra, por un lado, su atracción hacia Hipólito y un intento continuo de reafirmarse como mujer (y potencial amante) y, por otro, esconde también el temor social y la responsabilidad moral como monarca y como mujer. Ella vive en un matrimonio inexistente en cuanto a los beneficios pero impasible en su sentido del deber. La hipocresía del matrimonio impone, sobre todo a la mujer, un comportamiento inamovible en relación a su fidelidad, obligaciones y apariencias. Frente al posible adulterio de Fedra, aparecen todos los sistemas de poder que aún hoy intentan controlar el cuerpo y pensamiento de las mujeres. Estos están personificados a través del doctor (la Ciencia), el sacerdote (la Iglesia) y Teseo (el Pater-Estado). Kane aúna de forma muy solvente estos tres pilares patriarcales y, además, en la primera representación de la obra en 1996, estos tres personajes fueron representados por un mismo actor: Andrew Maud. Este hecho, en mi opinión intencionado, dilucida eficazmente estos tres ejes de opresión que hoy en día siguen estando vigentes: la doble moral cristiana del matrimonio; la medicina que delimita los cuerpos y las mentes; y el patriarcado más normativo encarnado en el hombre, en la figura paterna (ausente), en el Estado y en la monarquía. Por ello, bajo esta vigilancia externa e interna, Fedra no posee la habitación para sí que defendía Virginia Woolf, sino que vive en un lujoso y amplio espacio carente de amistades y con la imposibilidad de expresar sus anhelos. En definitiva, su identidad va definiéndose única y exclusivamente a través del "amor" obsesivo, el deseo y sus ansias de ser correspondida. Además, la relación entre madre e hija es inexistente y no se generan lazos entre ellas que consigan sacarla de su sumisión frente a Hipólito. A pesar de haber cierta intención de ayuda de Estrofa hacia su madre, la competencia desleal por conseguir a Hipólito parece predominar sobre una verdadera intención de ayudarse como mujeres o como familia. Por tanto, resulta evidente la crítica de Kane pues, mientras que, en versiones anteriores del mito, Fedra confesaba su amor a una nodriza, en este caso se lo cuenta a su hija, a la que nunca cuida, pero no como un acto de confianza sino de competición, dentro de una familia disfuncional, y forzada por la propia soledad del espacio. Ambas mujeres pertenecen a la misma familia y es precisamente la institución familiar la que "regula, estabiliza y normaliza las relaciones" (Trigo, 1997, pp. 39-40). Por ello, este es un claro ejemplo de cómo el patriarcado nos enfrenta para evitar las alianzas entre mujeres e invisibilizar el poder colectivo que tenemos para enfrentarnos contra la lógica patriarcal.

Por su parte, el matrimonio aparece contrapuesto al "amor romántico" ya que supone un contrato, un intercambio explícito de bienes a cambio de poseer a la mujer. De hecho, no se nos da apenas información sobre el matrimonio entre Fedra y Teseo y es la propia Fedra la que dice no recordar por qué se casó con él. El modelo que nos viene impuesto, las expectativas y la visión que tenemos del amor, de los vínculos relacionales y del matrimonio no son innatas, sino un producto sociocultural. Frente a esta supuesta falta de amor de un matrimonio no escogido con Teseo, se nos presenta el "hechizo" del enamoramiento. Este consiste en el extremo opuesto, igualmente dañino, en donde Fedra sigue supeditada al hombre. Bajo estos cánones, la mujer sólo se siente completa e inscrita en la sociedad si ama y es correspondida mientras que el hombre se enfrenta a la relación amorosa desde una posición de autoridad y como persona previamente habilitada en sociedad. Esta situación sigue prevaleciendo en muchos sentidos hoy en día a pesar de los avances que se han obtenido gracias al feminismo. Sin embargo, la pluralidad familiar y la diversidad sexual actuales no han modificado apenas nuestras expectativas amatorias. Estas se sitúan siempre al borde de la ficción defendiendo un ideal del amor en donde la pareja (mucho mejor en matrimonio) es el centro del sentimiento, del placer y de la vida. Consecuentemente, estos códigos continúan calando en el imaginario colectivo y produciendo conductas que resultan nocivas, sobre todo para las mujeres. El amor romántico sigue teniendo "un papel vertebrador" en la vida y, por ello, la ruptura o el hecho de no encontrarlo suponen "un fracaso absoluto" (Sampedro, 2006, p.54).

Si bien la obra podría suponer un mero ejemplo más de estos roles dicotómicos, tanto Fedra como Hipólito suponen un paso más allá y muestran lo enfermizo de esta interiorización de roles sociales diferenciadores. Este modelo canónico que se nos impone como amor verdadero se muestra en Kane como una crítica feroz a través de las obsesiones, ansiedades y dependencias. Kane hace evidente la patología de estas conductas utilizando además un deseo irrefrenable no por el Ideal amatorio de "hombre" sino por un despojo físico y aburrido encarnado en Hipólito que nada tiene que ver con el "perfecto caballero". Este ya no se presenta como el joven de las tragedias clásicas, guerrero atractivo, representación de la contención frente a la perversidad femenina. Kane propone un Hipólito indeseable e hiper consumista, dejando a un lado el pudor y el decoro de anteriores Hipólitos y elaborando un personaje propio de nuestra era neoliberal. Sin embargo, su rol masculino sigue manteniendo el poder simbólico y violento del "macho". La oscuridad del lugar, su encerramiento, su carácter antisocial, su actitud infantil y caprichosa, los restos de basura, comida o juguetes y sus propios gestos son ejemplos claros del hiperconsumismo que rige su vida. Tan pronto como consume necesita expeler y, de ahí, que estornude y recoja calcetines sucios para limpiarse como una expulsión que el propio cuerpo hace ante tal autodestrucción e insatisfacción. Usa y tira tanto productos como personas, mostrando la degradación y la bajeza de la institución monárquica. Finalmente, la contención sexual de anteriores versiones está aquí desbordada y dinamitada por el exceso sexual consumista. Sin embargo, Hipólito parece poseer una única virtud entre tanto despropósito: la sinceridad. La propia Kane dice de él que desea "la verdad brutal sobre halagos y retórica vacía, incluso cuando esa verdad puede ser dañina para los demás" (Saunders, 2002, p. 76). En este sentido, encontramos cierta rebelión en los actos de Hipólito frente a su padre y frente a la Iglesia. Esta última, encarnada en el sacerdote, trata de que Hipólito se confiese para redimirlo de su pecado. Sin embargo, Hipólito rebate todo lo que el párroco le argumenta para persuadirlo y, desde su situación de poder y obviando sus responsabilidades de perpetuación de una moralidad hipócrita, se muestra radicalmente contrario al sacerdote y cuestiona las intenciones del cura al preguntarle "¿Qué te preocupa más, la destrucción de mi alma o el final de mi familia? (Kane, 2001, p. 95). El sacerdote está dispuesto a aceptar que Hipólito violó a su madrastra si éste lo niega y se confiesa. De esta forma, aunque el mal estuviera hecho, la religión podría salvarlo y no sería juzgado. Sin embargo, Hipólito prefiere ser tratado como uno más. Él mismo sentencia: "Que se joda Dios. Que se joda la monarquía. [...] No puedo pecar contra un Dios en el que no creo" (p.95) negando así tanto el poder del Padre-Estado como la propia religión, estamento fundamental para la perpetuación de la monarquía y viceversa. Finalmente, es tal la mentira en la que se ampara la Iglesia que Hipólito consigue defender su verdad y además imponer su poder frente al sacerdote quien, finalmente, acaba realizándole una felación tras la discusión.

En cuanto al suicidio de Fedra, Kane abre un sinfín de posibilidades. Podemos entender su decisión con una venganza hacia el rechazo de Hipólito, a pesar de que Hipólito lo considera "un acto de amor" hacia su persona, "un acto que finalmente proporciona una liberación de su propio tormento. La muerte de Fedra es paradójicamente la salvación de Hipólito" (Saunders, 2020, p. 77). Por su parte, Pierre Grimal (2002) sostiene que Fedra se suicida para "recuperar su dignidad" (p. 44) mientras que otras perspectivas consideran que es una inmolación sacrificial para sembrar el bien colectivo posterior. Por otro lado, podemos entender que para Fedra quizás no cabe otra solución y el suicidio es su única vía de liberación, su única posibilidad de agenciamiento. Es la primera y última vez que su cuerpo será instrumento de expresión individual. Supone la única rebelión posible para definirse como sujeto capaz de tomar decisiones sobre su destino asfixiante. Su sola existencia es la única pertenencia que le queda. En definitiva, Fedra descubre "la trama fantasmática en la que está apresada su subjetividad y su corporalidad" (Frías Oncina, 2005, p. 106) y la única salida que considera factible para "modificar sus vínculos con el mundo" es el suicidio. Además, es importante el hecho de que Fedra haga pública su violación respondiendo quizás a una búsqueda de justicia.
Finalmente, en relación a la violencia explícita, encontramos también la violación de Estrofa y, en general, la utilización del sexo como agresión, junto con los actos de violencia extrema del final de la obra. En la mayoría de las versiones del mito, el catalizador que hace que la acción dramática se desarrolle es precisamente la fuerza de la pasión sexual. El sexo, por exceso o por defecto, rige la creación y desarrollo de todos los personajes. Sin embargo, Kane contrapone la falta de sexo de Fedra frente al consumo sexual exacerbado de Hipólito. Fedra, casada joven y quizás por obligación con Teseo, no parece conocer una sexualidad compartida igualitaria y placentera. Este derecho le fue hurtado desde el primer momento ya que, una vez casada, Teseo se marchó, no sin antes tener relaciones sexuales con la hija de esta. Desde esa carencia, Fedra le realiza una felación como acto de "amor" y regalo que simboliza su entrega física. Sin embargo, para Hipólito, una vez ha eyaculado, le sirve de mofa e incluso de agresión al confesarle que se ha acostado también con su hija e incluso le espeta que tiene gonorrea. Tras la muerte de Fedra, la masa enfurecida se preocupa entonces, y no antes, de la situación de desagravio vivida por esta. De la misma forma, Teseo vuelve a casa y mimetiza con todo su reino al pedir la cabeza de su propio hijo. El padre de la familia retorna, cuando la desestructuración es mayúscula, y propone solucionar la situación por la única vía que conoce: la violencia. Su virilidad cuestionada por su propio hijo le obliga a reafirmarla. En este caso, Teseo no se enfurece con Fedra por haberle traicionado, sino que reacciona frente a su hijo, con la voluntad de recuperar su poder. Paradójicamente, y para agravar más la situación, Teseo viola y mata a Estrofa, siendo justamente la misma forma de actuar que él está juzgando en su hijo. Teseo no tiene ningún reparo en mostrar su agresividad y asesinar a la joven ante todo el pueblo como ejemplo de su fuerza y poder masculinos, sin saber, por otro lado, que se trata de la hija de su mujer. Sin embargo, su desconocimiento no justifica su acto. Su reacción encierra un alto grado de hipocresía ya que ni él ni quienes le rodean intentan detener la situación, a pesar de tratarse de una violación idéntica a la que critican. Es significativo también que el final de Estrofa sea precisamente la violación del Padre, encarnando ella así una versión todavía más perversa que la de su madre. Este acto de Teseo, en lugar de dar fin al conflicto, engendra una concatenación de actos violentos ya que, al percatarse de la identidad de su hijastra, se quita también la vida, no sin antes herir gravemente a Hipólito y reconocer a viva voz la falta de afecto hacia su hijo. Posteriormente, Teseo pide perdón a Dios, buscando la salvación que Hipólito negó anteriormente frente al sacerdote, y se corta el cuello esperando ser perdonado. He aquí la gran diferencia entre el padre y el hijo. Mientras que Teseo vive de la hipocresía religiosa y de las falsas apariencias, Hipólito se mantiene firme hasta el fin defendiendo su verdad, aunque no le redima. Finalmente, Hipólito disfruta, emocionado por primera vez, del momento intenso previo a su muerte mientras un buitre devora sus entrañas. Desangrándose frente a los cadáveres de su familia y consciente de su final, Hipólito exclama la famosa frase: "Si hubiera habido más momentos como este". Estas imágenes de crueldad extrema generan la catarsis final que el espectador se ve obligado a vivenciar. El hecho de que ningún personaje se salve responde a la representación de la muerte como un igualador social que baña, con el ritual de la sangre, las tablas del escenario y de nuestras propias vidas. Esta forma de morir (modus moriendi) es, tanto para Kane como para Séneca, "el medio último de reconciliación y unión" (Giannopoulou, 2010, pp.65-66). El ritual sangriento que castiga a todos por igual consigue unir a una familia que sólo encuentra afinidad en el derramamiento de esa sangre que no consiguió unirlos en vida. Kane utiliza las fuerzas desestabilizadoras del sexo y la muerte como el medio más potente para atacar a la sociedad del momento, y rompiendo, a su vez, con los límites de la escena teatral. De hecho, las dificultades de representación de este final han dejado distintas propuestas de ese shock de estrangulamientos, buitres, brutalidad y genitales volando en escena. Kane no sólo recupera de Séneca la virulencia y crueldad de los actos dentro del argumento de la obra, sino que, como resalta Clara Wallace (2010), toma prestada su visión trágica de un mundo desintegrado y lo transfiere al contexto contemporáneo británico y universal (p.66). Gracias a Kane y a su particular forma de encararnos a una realidad cruel, somos atravesados y sacudidos dentro y fuera de nuestros cuerpos. De esta forma, en una sociedad impasible ante la desgracia ajena, podemos hacernos conscientes del dolor diario del mundo. Como destaca Matamala (2019), "Kane es capaz de mostrar mundos invisibles y llegar a lo más profundo. Su teatro es la experiencia del mundo, la experiencia del otro y la experiencia del yo" (p.33) y, por ello, tras el horror y la violencia, existe un halo de esperanza en esta forma de concebir las artes escénicas ya que, en definitiva, Kane abogó por la revitalización del teatro y por el despertar de una conciencia social a través de las impresiones directas en la sensibilidad del público.

Bibliografía

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1 A su vez, se han desarrollado creaciones con otros formatos como la ópera de Henze, la de Rameau o la de Pizzetti; la pieza coreográfica de Martha Graham o la Fedra flamenca de Miguel Narros; la poesía en el soliloquio dramático de Yannis Ritsos; la versión cristiana de Halma Angélico o películas como la española de Manuel Mur Oti o el film de Jules Dassin junto con incontables propuestas pictóricas sobre el mito a lo largo de los siglos.

2 Cabe destacar que la mayor parte de la crítica británica equiparó El amor de Fedra con la situación de la monarquía británica inglesa de los años 90, sobre todo en referencia al matrimonio de Diana de Gales y Carlos de Inglaterra. Como señala Graham Saunders (2002), "la obra, escrita antes de la muerte de la princesa Diana, se vuelve inquietantemente resonante cuando la muerte de Fedra eleva a la reina a un estatus icónico" por lo que la propia Kane resulta una visionaria al mostrar la histeria colectiva que después se produjo con la muerte real de Lady Di.