Consideraciones varias sobre la formación actoral1

Ernesto Arias

Actor y director







Tengo que reconocer que me cuesta un poco impartir algo llamado “lección” (sobre todo si lleva el calificativo de “magistral”), porque, sinceramente, no creo ser la persona adecuada para dar “lecciones” a nadie. Para ello, supongo que habría que tener la vocación de la pedagogía, ser maestro, profesor o “enseñador”. Lo cierto es que yo nunca he tenido esa inquietud. Además, respeto y admiro mucho a todas aquellas personas que sí la tienen y deciden emprender y asumir la responsabilidad del difícil y delicado camino de la pedagogía, ya que creo que una de las cosas que más influyen en la vida de una persona son sus maestros; al menos, en mi caso ha sido así.

En cualquier caso, si acepté esta invitación es por la misma razón por la que, en ocasiones, accedo a impartir talleres o cursos. Lo hago simplemente porque en ocasiones me lo piden. Y cuando eso ocurre, siempre me veo en la obligación de comenzar advirtiendo que lo único que puedo hacer, desde mi condición de actor y director, es compartir humildemente mis puntos de vista, mi bagaje, mis procedimientos y mi manera de entender el mundo de la interpretación y el universo del teatro, confiando en que le pueda ser útil a alguien. Pero, desde luego, sin ningún ánimo de querer convencer a nadie de que todo lo que exponga es lo correcto, lo certero o lo adecuado. Porque eso es algo que no puedo garantizar. Si algo caracteriza mi manera de relacionarme con mi trabajo, es que no dejo de replantearme las cosas una y otra vez. Esto hace que mis planteamientos estén en continua evolución. Por tanto, cualquier cosa que afirme hoy como esencial podría ser que en algún futuro no la considere así.

Sin embargo, sí que hay algunos aspectos que para mí se han convertido en pilares fundamentales de mi oficio, y son estos los que quisiera compartir con la esperanza, insisto, de que les puedan ser útiles de alguna manera a alguno de los presentes. La mayoría de estos pilares se fundamentan en auténticas paradojas o extraños equilibrios, algunos de los cuales iré mencionando. Pero, antes de continuar, debo señalar que cuando hablo de “teatro” en todo momento, me estoy refiriendo al “mundo de la interpretación”. En la actualidad, referirse exclusivamente a “teatro” en una escuela de “arte dramático” puede resultar quizás absurdo, dado que existe un mercado mucho más extenso en el ámbito audiovisual.

No obstante, mi trayectoria se ha desarrollado principalmente en lo teatral y tengo cierta “deformación profesional” cuando me refiero a mi oficio.

A lo primero que me gustaría referirme es a por qué me dedico al mundo de la interpretación. La respuesta es muy simple: disfruto haciéndolo. Desde muy joven supe que solo podía dedicarme a algo que me despertara muy buenas sensaciones. La perspectiva de una vida trabajando en algo que no me gustase tanto como me gustaba el Teatro me parecía atroz. No estaba dispuesto a estudiar o luchar por trabajar en algo que no me gustara.

Por tanto, la lucha de mi vida ha sido el empeño de que el teatro fuera el modo de subsistencia y, que además de ser feliz por el mero hecho de hacer teatro, me brindara los recursos para vivir de manera plena. Lucho, día tras día, para que el teatro, no solo me permita vivir de mi trabajo, sino a tener una vida digna con un proyecto familiar ambicioso. He ahí la primera paradoja: ¿cómo es tan difícil vivir de algo que uno hace con tanta pasión? Y es que hay que entender que una cosa es tu vocación y todo lo que estás dispuesto a hacer para desarrollarla aspirando a la mayor de las excelencias y otra la dificultad de conseguir que esa vocación sea la fuente fundamental de tus ingresos que te permitan desarrollar una vida digna. En mi caso, os aseguro que, aunque considero que he tenido mucha suerte, el camino no ha sido, ni está siendo fácil, y si no he sucumbido en esa dificultad es porque me ha sostenido el disfrute y gozo que experimento cuando actúo.

La primera vez que subí al escenario yo tenía siete años. Fue con motivo de un festival en el colegio. Y ahí se me despertó una sensación que me ha ido acompañando toda la vida. No sabría explicar muy bien en qué consiste, pero la siento sólo y exclusivamente cuando estoy en el escenario. Y es algo que me gusta, me gusta muchísimo. Si soy actor, es por la necesidad de sentirla lo más posible. Explicar esa sensación no es sencillo. Creo que se reduce a que en el escenario vivo con mayor plenitud, soy más pleno. Me siento pletórico. Allí todo es en mayor dimensión. La conciencia se acrecienta. Y todo lo vivo más plenamente. En la vida normal, experimentamos las situaciones de manera más ordinaria porque son, en su mayoría, cotidianas. Solo en ocasiones muy especiales vivimos momentos realmente mágicos e intensos. Creo que es inherente a la condición humana la búsqueda de la plenitud, de sentirse pletórico, exuberante y lleno de vitalidad. Por esta razón, supongo, las personas buscan actividades como deportes de riesgo, viajes buscando aventuras, retos como escalar montañas o cruzar largas distancias a nado, coleccionar cosas raras, salir de fiesta o subirse a montañas rusas. En definitiva, las personas necesitan sentirse profundamente vivas.

A mí, el teatro, el escenario desde la primera vez que me subí me ha ofrecido eso. Y, sinceramente, creo que no es una cuestión narcisista, egocéntrica o por necesidad de exhibición o de reconocimiento y aplauso. Algo de eso también habrá, pero lo fundamental no tiene que ver con el hecho de estar expuesto a numerosas miradas. La mirada del público es esencial, pero no para satisfacer el ego. Es tan simple como que si yo hago una escena con otro compañero sea lo que sea que pase entre los dos personajes, eso tiene que ser muy pleno, muy intenso para que interese al que lo observa. Es sentir esa intensidad lo que me resulta esencial, no la necesidad de exhibirme, no la necesidad de reconocimiento.

En el escenario todo resulta más intenso y profundo: mirar, tocar, besar, susurrar, gritar, reír, llorar, declarar tu amor a alguien y besarle derretido de deseo... sentir el peso de la angustia... percibir el dolor, sentir miedo, gritar de placer, disfrutar maquinando venganzas, llorar de alegría. Soy actor y me gusta explorar el mayor número de sensaciones y me gusta tanto revolverme en el fango de la tragedia, dolor y desesperación, como volar de felicidad y alegría. Y todo ello lo hago jugando, divirtiéndome, disfrutando.

Yo no necesito subirme a montañas rusas, ni hacer puenting, ni tirarme en paracaídas, ni salir de fiesta a bailar locamente, ni emborracharme, ni correr 50 kilómetros para sentirme poderoso, ni buscar aventuras en viajes tropicales. Tengo el escenario.

Supongo que si los alumnos presentes se han decidido a emprender el viaje en el camino de la interpretación es porque han sentido algo parecido. Y además este disfrute que experimentamos cuando actuamos es la esencia misma del teatro. Si el teatro perdura, no es simplemente por su necesidad social ni porque sea un medio artístico, de ocio o entretenimiento. El teatro se mantiene, sobre todo, porque las personas que nos dedicamos a ello disfrutamos haciéndolo; disfrutamos tanto que perseguimos, nos empeñamos y nos esforzamos para no dejar de actuar. Ese es el motivo por el cual el teatro sigue existiendo. Disfrutar no es, por tanto, un premio o un mero regalo de este trabajo, sino una verdadera responsabilidad ya que con ello contribuimos a la existencia del teatro. Por eso nada debe anular el gozo de actuar, sino al contrario. Toda formación debe perseguir que el actor y actriz incremente su deleite cuando actúe. Y la primera responsabilidad de ello pertenece a los maestros y profesores que deben manejar sabiamente otra paradoja: ser enormemente exigentes con sus alumnos sin que se anule el disfrute o se quiebre su ánimo. No entiendo el dedicarse a este oficio desde el sufrimiento, ni desde los malos rollos, no entiendo los gritos ni las impaciencias, ni las desesperaciones. Ni tampoco entiendo las ansiedades ni afectaciones negativas en uno mismo cuando, por ejemplo, se hace un papel de mucha carga emocional. Lo primero y esencial es disfrutar.

Ahora bien, hay muchas maneras de disfrutar haciendo teatro; la única válida es aquella que no está reñida con el rigor, disciplina, seriedad y compromiso interior de que uno va a hacer todo lo posible para dar lo mejor de sí mismo. Cuando conformo un equipo para abordar cualquier proyecto lo único que pido es eso, tener la fe y la confianza que vas a hacer todo lo que esté en tu mano para hacerlo lo mejor posible, y que no te vas a angustiar por ello, que vas a evitar sufrir. No significa eso que uno no sufra, pero vamos a tratar de evitarlo y vivir la creación con alegría. El secreto está en las tres “or”, como me dijo hace tiempo un admirado director: “Amor, humor y rigor”.

Otro de los pilares que ha sostenido mi relación con mi oficio es haber entendido que ‘la formación’ es algo que nunca se puede considerar como finalizada. Es cierto que el vínculo con mi formación ha ido cambiando a lo largo de toda mi trayectoria y quizá se pueda hablar de distintas fases en ella, pero creo que resulta peligroso pensar que una vez acabado el período en la Escuela uno ya está plenamente formado. Uno nunca debe creer que ya sabe lo suficiente como para enfrentarse a cualquier personaje, texto o proyecto.

El periodo de la Escuela creo que debe vivirse sin otra preocupación que la de absorber lo más posible sin cuestionar nada. Creo que la mejor actitud es la de estar siempre dispuesto a hacer lo que sea, aunque uno no entienda muy bien cuál es el sentido de ello. Os confieso que he hecho cosas en la escuela - improvisaciones, ejercicios o modos de trabajo-, que, a día de hoy, todavía no he entendido su sentido. Pero también he hecho cosas que en su momento no entendía y con el paso de los años fui comprendiendo su importancia.

La mejor actitud que se puede tener durante el periodo de la Escuela es comprender que nadie puede enseñaros nada; sois vosotros quienes tenéis que descubrir y aprender. Por ejemplo, en esta charla no puedo enseñaros nada, porque seguro que ya sabéis todo lo que pueda decir; ya está en vosotros. A menudo pienso que la formación actoral consiste en descubrir cosas que ya están en uno. Es decir, la formación no consiste en aportar cosas que no sabéis, sino en ayudaros a descubrir lo que ya está en vosotros.

Cuando he aprendido algo que he considerado verdaderamente útil, mi reacción ha sido: “Claro, es verdad”, como descubriendo algo que ya estaba ahí. Descubrirlo obedece no a una actitud pasiva de “venga, enséñame, apórtame, dame”, sino a una actitud activa conciliando el hacer y el practicar con el recibir del exterior. Es ahí cuando se producen los hallazgos y descubrimientos más útiles.

Ese recibir del exterior no siempre se produce por lo que te enseña un profesor o maestro. A menudo, uno descubre algo a través del trabajo con un compañero (puedo afirmar que de los que más he aprendido han sido de las personas con las que he compartido escenario), o al leer un libro sobre interpretación, o relacionando elementos o cuestiones de otras disciplinas, artísticas o no artísticas (por ejemplo, creo que mi interés por el deporte -de verlo, no de practicarlo- me ha hecho descubrir cuestiones que tengo muy en cuenta en mi trabajo. Ya Peter Brook decía en su libro “Más allá del espacio vacío” que en su opinión “el deporte brinda las imágenes, más precisas, y las mejores metáforas, de una representación teatral”). Por eso, considero que la buena “formación actoral” depende de la actitud de quien desea formarse. Y cuando uno es joven, la formación no debería limitarse a lo vivido en la Escuela. Si os gusta el teatro, ved todo el teatro que podáis, leed todo el teatro posible. Si os interesa el cine, no dejéis de devorar películas, revisando y analizando aquellas que os gustan y las interpretaciones que os interesan. Pero no solo eso, también leed novelas (más allá de los best sellers del momento), escuchad música (más allá de los éxitos actuales), asistid a conciertos, ved exposiciones de pintura, escultura y todo tipo de arte. Nutríos culturalmente lo más posible con el objetivo de relacionaros, poco a poco, con productos artísticos de mayor complejidad. Con ello, vuestro ser se estará fertilizando y vuestras capacidades desarrollándose e incidirán en vuestra calidad como intérpretes.

Una vez finalizado el periodo en la Escuela, comenzaréis a vivir en una inevitable paradoja o a no tener más remedio que buscar, a veces, un difícil equilibrio: seguir formándoos para ser buenos intérpretes y buscar la deseada relevancia que os permita trabajar de manera más o menos continuada. Parece que una cosa lleva a la otra, pero lo cierto es que no siempre es así. De hecho, parece que siempre hay tensión entre lo que uno desea y lo que la vida te va ofreciendo. En mi caso, he ido ajustando y adaptando mis intereses a lo que la vida me ha ofrecido, sin dejar de empeñarme en intentar ser cada vez un mejor actor.

Hubo un momento determinado en mi vida, que viví cierta crisis, y empecé a cuestionarme todo lo que hacía dirigido a mejorar como actor. Sentí que no estaba llevando directamente las riendas de mi formación y simplemente hacía lo que me decían sin, en muchas ocasiones, cuál era el sentido o a qué iba dirigido. Creo que me cansé de ello sobre todo porque no percibía evolución en mí. Entonces empecé a reflexionar profundamente y a preguntarme cosas como: ¿Qué es lo que realmente quiero dentro de esta profesión? Y me respondí que ser el mejor actor posible, la mejor versión de mí mismo. ¿Y eso en que consiste? me pregunté. ¿Qué es un buen actor? ¿Qué es una buena interpretación? ¿Qué elementos tiene que contener una interpretación para ser considerada o calificada como buena? Por supuesto, hay mucho en este arte sujeto a la subjetividad. Pero si estamos hablando de formación y escuelas regladas con planes de estudios concretos, algo de todo ello, debe ser objetivable para así ser transmitible. Si voy al teatro y asisto a una función donde en el escenario hay doce o trece intérpretes ¿qué cuestiones analizables objetivamente me permitirían calificarlos a unos como buenos y a otros como no tan buenos?

Lo subjetivo o la química personal es incuestionable. Si asisto con un amigo al teatro, él conectará con unos intérpretes y quizá yo con otros, simplemente por cuestión subjetiva o química personal. Pero si nos limitamos a lo objetivo ¿que tiene que tener una interpretación para ser considerada como buena y excelente o, al contrario, como mala? Cuando uno se forma en un deporte, el objetivo y la pretensión es clara e inapelable. Se puede medir la marca personal y entrenarse para ampliar las capacidades y así mejorarla. Pero en el teatro, todo eso llamado entrenamiento actoral, ¿para qué? ¿dirigido a qué? ¿qué capacidades tiene uno que mejorar? Si no se tiene claro los elementos que componen una buena interpretación ¿cómo decidir qué hacer para aumentar las capacidades y acercarse ello? ¿Cómo saber qué es lo que te falta o lo que te sobra? En fin... no paraba de pensar en todo ello y, con el tiempo, concluí que una buena interpretación debe contener varias cosas, y que mi formación debería ir encaminada a manejar virtuosamente todas ellas descartando todas las disciplinas o ejercicios que no contribuyeran claramente a ello.

Esos aspectos son los siguientes, que los enumero en este orden, pero no obedece a un criterio de importancia; están, por supuesto, interconectados e influyen entre sí:

Estos cuatro aspectos son los que, en mi opinión, deben estar ampliamente acrecentados para que la interpretación sea buena. Y son atribuibles a cualquier tipo de teatro o código interpretativo. Cuanto más se tenga de estas cosas, mejor será la interpretación. Siempre suman, nunca restan. Nadie podrá decir, por ejemplo: estaría mejor si fuera menos verosímil o me gustaría más si le entendiese un poco peor. Y por otra parte, estos aspectos es lo que siempre se ha demandado en todas las épocas para la buena interpretación. Lo que sucede es que algunos de estos conceptos han ido transformándose o evolucionando. Por ejemplo, siempre se ha demandado verosimilitud en la actuación, lo que ocurre es que una interpretación que era verosímil en tiempo, por ejemplo, de Margarita Xirgu, podría verse hoy como exagerada y obsoleta ; pero en su época la Xirgu, indudablemente, resultaba auténtica y verdadera.

Una vez entendido esto, supe claramente cómo y hacia dónde dirigir mi formación. Tengo que ser lo más elocuente posible, debo resultar verosímil, ser capaz de suscitar algo en el alma del espectador y saber comportarme de manera orgánica. Y claro, me di cuenta que el teatro en donde todo esto se hace más difícil es con los Textos Clásicos ya que manejar estos cuatro aspectos dentro de situaciones, conflictos y habla cotidiana resulta, quizá menos complicado, que el marco del Teatro Clásico, donde se viven situaciones muy extraordinarias e insólitas, conflictos muy extremos y el habla es muy conformado y “extracotidiano”.

Mi aspiración, desde entonces, es poder coger, por ejemplo, un texto de Calderón y ser capaz de ser elocuente y que con mi decir el espectador pueda entenderlo todo diáfana y limpiamente; ser verosímil y no enfático; que el verso esté y no deje de sonar musical, pero que parezca habla natural; y, además, saber desenvolverme dentro de la llamada organicidad; y poder emocionar o tocar alguna fibra interior del espectador. Esto, como leí en un libro sobre Grotowsky, sería “alcanzar las estrellas”. Y “alcanzar las estrellas” es seguramente algo imposible. En ese libro también se dice que para alcanzar las estrellas, uno puede dar saltos, pero siempre se caerá. También puede subirse a zonas altas para desde ahí dar un salto, pero la caída será mucho más dolorosa. Y otra cosa que se puede hacer es construirse una escalera, poco a poco, peldaño a peldaño, con el mayor cuidado y mimo. Seguramente nunca las alcanzarás, pero llegarás más cerca de ellas. Esta escalera es la técnica. Uno debe construirse, forjarse su propia técnica.

La técnica, según el diccionario, es algo así como “el conocimiento de recursos y procedimientos en una ciencia o arte, además de la pericia y habilidad para usar esos procedimientos”. Es decir el conocer y poder usar. Eso me recuerda a una frase de Stanislavsky: En Teatro “saber” es “poder hacer”.

La buena técnica, es decir el buen hacer, creo que solo se puede desarrollar si uno frecuenta cuatro ámbitos. El primero es el ejercicio. El ejercicio es la única manera de alcanzar una pericia o habilidad. Pero además hay que tener cuidado de no ser víctima de ello. Cuando uno adquiere una habilidad, un “manejo virtuoso” mediante algún ejercicio la tentación de mostrarla es muy grande, y ahí ya se está perdido. En otras disciplinas que se vea la pericia puede ser la finalidad pero, desde luego, en Teatro esa no es.

Es curioso que esta labor de la interpretación quizá sea uno de los pocos quehaceres que se debe ejercer sin que se note que lo haces. “No actúes”, he escuchado en muchas ocasiones decir a muchos directores. “Como dejar de actuar”, “Deja de actuar y empieza a vivir” son algunos títulos de libros sobre interpretación que he leído. No se me ocurre otro oficio que su esencia sea que cuando se ejerza no se note; porque en el momento que así sea ya estará mal realizado. Quizá el de espía. ¿Se imaginan a un espía que se note que está espiando? O, quizá también, el de timador.

Y es que los intérpretes somos una especie de timadores, de engañadores que hacemos creer que vivimos situaciones que son ficticias, o que transmitimos emociones que quizá no las estemos experimentando. Esa es la convención de la interpretación y su verdadera magia cuando se está cerca de “alcanzar las estrellas”. Por eso es en los intérpretes donde reside la verdadera potencialidad del Teatro ya que son los encargados de “cargar de vida” la propuesta escénica, el espacio, los objetos, las ideas de dirección, son los que están expuestos a la mirada de los espectadores y los que encarnan “en vida” las palabras del autor. El buen teatro de un país, vendrá determinado por cuan alto es el nivel de sus intérpretes. Como ocurre con el fútbol. Se pueden tener las mejores instalaciones, el mejor cuerpo técnico y los mejores profesionales alrededor de los jugadores, pero si estos no son muy buenos será difícil que ganen un mundial.

Pero enseñar a cargar de vida algo, es llanamente imposible. Según Declan Donellan –en su libro “El Actor y la Diana”- la diferencia de calidad entre una representación y otra reside –no en la técnica- sino en la fuente de vida: cuanta más vida esté presente en una obra de arte, mayor será la calidad de ese arte.

Según esto el trabajo del actor, lo que tiene que “poder hacer” es “llenar de vida” su actuación; pero el mismo Donellan añade: la vida es misteriosa y trasciende la lógica, por lo cual, lo que está vivo no puede ser analizado, enseñado ni aprendido. La vida es un misterio, y no se puede enseñar cómo cargar de vida algo, una frase, un movimiento, etc. Y por supuestísimo la técnica no es la herramienta para llenar de vida nada. La técnica no garantiza una buena interpretación.

Si no se puede enseñar a llenar de vida una actuación, ¿qué se puede enseñar? Donellan responde que lo que sí se puede hacer es analizar, estudiar esas “cosas” que imposibilitan la vida, o parecen encubrirla o bloquearla, esas cosas no son tan misteriosas, y están sujetas a la lógica y pueden ser analizadas, aprendidas y desaprendidas. Es decir, lo importante no es cómo llenamos de vida una actuación sino descubrir esas “cosas” que nos impiden que nuestra actuación esté cargada de vida. Eso no es más que nuestros propios bloqueos, tensiones, dificultades, nuestro escaso manejo; para eso es la técnica para difuminar esos bloqueos, para no tropezar en los obstáculos, en las obstrucciones que todos tenemos. La vida que llevamos dentro sólo puede brotar intensamente, cuando el canal que es nuestro ser, nuestro cuerpo no tiene obstáculos, no está tenso. Por tanto, además de los ejercicios que nos ayudan a adquirir habilidades y pericias también están los ejercicios que nos ayudan a limpiarnos de tensiones, a preparar nuestro cuerpo para que sea fértil y fecundo, y pueda brotar limpiamente y con facilidad todo lo que llevamos dentro.

Recuerdo que cuando algún profesor o director, me señalaba una tensión, o un bloqueo, lo pasaba fatal, y ya me creía el peor actor del mundo. Pero el primer paso para resolver un bloqueo es reconocerlo. Y no hay mejor ejercicio que el que uno mismo se inventa para resolver un bloqueo del que se ha hecho consciente.

De todas formas sólo con hacer ejercicios no está garantizada la evolución como actor y la mejoría de su técnica. Una vez pregunté a un actor con muchos años de oficio, qué debía hacer un actor para ser cada vez mejor: “Todo se reduce al Talento y al Oficio -me dijo- Si tienes talento, la experiencia que vayas adquiriendo será lo que le te haga mejorar y crecer”. Y añadió: “En la medida de lo posible trata de ser tú quién maneje y controle tu carrera profesional, porque en definitiva serás producto de tu experiencia”.

Está claro que en el aprendizaje de cualquier actividad “la experiencia” es fundamental: “es la madre de la ciencia”; y esta sólo se adquiere ejerciendo esa actividad. Pero claro, en esto del Teatro ¿debe ser el caprichoso mercado laboral teatral quien condicione la adquisición de “la experiencia”? Uno no puede controlar las ofertas de trabajo que le llegan, por tanto desde ese punto de vista uno no puede controlar su experiencia. No puede incidir en ella. A lo mejor no te falta trabajo, pero te dan siempre el mismo tipo de personajes. O sólo te ofrecen el mismo tipo de obras, los mismos “códigos teatrales”. O quieres hacer audiovisual pero solo te ofrecen papeles teatrales; o viceversa, quieres hacer teatro pero solo te ofrecen papeles en audiovisual.

Donde uno sí puede incidir es en “su entrenamiento”. No el entrenamiento desde el punto de vista deportivo de estar preparado y en forma (que también), si no como medio de seguir pesquisando, probando, indagando, equivocándose, aprendiendo y descubriendo; darse la posibilidad de probar a hacer cosas sin miedo a equivocarse, con riesgo, sin tener en cuenta la responsabilidad de la presentación en público, descubrir nuevas técnicas, indagar nuevas maneras, enfrentarse a tipos de personajes que no te suelen ofrecer, o un autor que no has frecuentado, o un código teatral que no conoces, adiestrarse en otras disciplinas viendo cómo pueden enriquecer tu trabajo y un gran etc... Esto es el entrenamiento en el actor: explorar materiales más allá de las meras ofertas profesionales.

Aparte del ejercicio y del entrenamiento para que el intérprete no se estanque debe ejercer su oficio mediante el Ensayo y la Actuación. Estas cuatro cosas (ejercicio, entrenamiento, ensayo y actuación) deben hacerse todo lo posible y deben, también, estar compensadas, equilibradas. Hay actores que se licencian y tienen la suerte de no parar de tener ofertas de trabajo y no paran de ensayar y actuar, pero olvidan sus ejercicios y entrenamiento, pueden estancarse, porque pueden acabar resolviendo sus trabajos siempre de la misma manera. O hay actores que no tienen esa suerte de tener ofertas laborales y no paran de ejercitarse y apuntarse a talleres o cursos; sino ensayan y actúan podrán estancarse. Incluso hay actores que se ejercitan, se entrenan y ensayan largos periodos pero para hacer unas pocas funciones. También tienen el peligro de la no-evolución.

El periodo de Ensayos lo divido en dos fases perfectamente delimitadas: estudio personal y trabajo con el resto del Equipo. En el trabajo privado nunca tomo decisiones ni determino nada. Ahí es donde me relaciono con el material textual con el que voy a trabajar con el único ánimo de estar abierto a ver qué me provoca el texto. La memorización del texto siempre es un problema, por eso yo trato de evitar esa situación y nunca me pongo a memorizar, a “meter en la memoria”. Podría decirse que no memorizo el texto, lo que hago es sensorializar el texto y por tanto interiorizarlo. Y lo hago mediante varios ejercicios que me han enseñado o que he creado y que suelo compartir en los talleres que imparto. Este trabajo me lleva varias semanas. Por eso me gusta tener el texto bastante tiempo antes de comenzar los ensayos. Y a no ser que haya indicaciones del director que reclamen no saberse el texto, el primer día de trabajo con el resto del Equipo ya me sé el texto, eso quiere decir que ya lo tengo a mi disposición. Para mí es absolutamente imprescindible tenerlo metido en el cuerpo. Si durante los Ensayos estoy pensando en las palabras que dice el personaje no puedo entregarme a la intuición e imaginación y estaré cortando mi creatividad. Me produce enorme incomodidad cuando estoy ensayando una escena y no puedo jugarla al máximo porque estoy pendiente del texto.

Toda esta etapa de estudio la considero muy determinante. Y creo que el resultado de mis trabajos está condicionado en la medida que le dedico más o menos tiempo a esa etapa.

Después del estudio personal, viene el trabajo con el resto del equipo. El ensayo es el momento de los acuerdos: con el director, con los compañeros y con los demás profesionales. Voy con mucho equipaje lleno, con mi mochila cargada de cosas que han ido surgiendo intuitivamente durante mi estudio. En los ensayos, trato de dar rienda suelta a mi intuición e imaginación. Trato, por todos los medios, de dejarme llevar por ellas y confiar en ellas para así poder jugar de una manera plena, atreverme a hacer cosas sin necesidad de pensarlas previamente y disfrutar de la sorpresa del hallazgo.

Y finalmente llega la mejor etapa, que es La Actuación. Me gusta salir a escena con la idea y premisa (que siempre comparto en mis talleres) de que “se lo que tengo que hacer, no sé lo que va a pasar, disfruto de lo que ocurra”. Aunque últimamente la formulo en orden distinto porque creo que me es más útil: “No sé lo que va a pasar, se lo que tengo que hacer, disfruto de lo que ocurra”.

El escenario es ese espacio y tiempo donde las cosas se viven muy profundamente e intensamente. Pero también tiene sus peligros. Uno de los mayores es el que he bautizado como el peligroso “estado actuacional”. Hace tiempo, después de terminar una función, yo tenía la sensación de que había realizado una buena actuación. Sin embargo, en opinión de una persona de infinita confianza, había hecho una función bastante mala. Evidentemente, le pregunté por qué pensaba eso, y como única respuesta sólo obtuve un “no sé... estabas pasadísimo”. Después de reflexionar sobre ello durante mucho tiempo, llegué a la conclusión de que el problema es que había estado poseído por el “estado actuacional”.

Este estado es como una enfermedad del actor que se padece en el momento de actuar, y supongo que surge de querer hacerlo bien, de esforzarse por tener una buena energía, de querer gustar, de aspirar a ser un buen actor, de desear agradar, etc. La verdad es que creo que no hay una única razón; puede padecerse por distintos motivos. Sus síntomas son poner más energía de la necesaria, producir una expresividad exagerada, hablar con un volumen de voz más alto de lo necesario o con una precipitación excesiva, dejarse arrastrar por la inercia y no estar reaccionando a lo que realmente está sucediendo en el presente, etc. Es un estado peligroso porque no hay actor o actriz, por experiencia, que esté libre de, en algún momento, padecerlo; y es que cuando se sufre, no sirve de nada la experiencia, el talento, la técnica, la sabiduría, etc. Simplemente, la actuación será mala. Y como en esto del teatro ocurre que solemos ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro, así, tenemos una percepción estupenda cuando, como espectadores, vamos al teatro y vemos a un colega sufriendo “el estado actuacional”; pero el que seamos capaces de percibirlo en los demás no significa que ya estemos libres de padecerlo.

Porque cuando lo tenemos, una de las consecuencias es que se altera la percepción, y precisamente nos dejamos atrapar por una percepción alterada de nosotros mismos. El escenario nos da, a veces, un subidón que puede llevarnos, sin ser conscientes de ello, a tener más energía de la necesaria y, lo que es peor, una energía no controlada, no canalizada. Claro que en el escenario hay que tener energía, pero tan malo es el exceso de ella como la escasez de la misma. No se trata de tener mucha o poca, sino la justa.

Esta dualidad se da en muchos aspectos del teatro, donde casi siempre lo más adecuado es el equilibrio, el punto justo. Diversión y Rigor. Acción y Emoción. Técnica e Intuición. Entrenarse y Actuar, etc. No es más importante lo uno que lo otro. Son “las paradojas del comediante”.

Finalmente me gustaría decir que este oficio es como hacer surf. Un amigo, que hace surf, me dijo: “Nosotros siempre estamos deseando tomar la mejor ola que nos despierte las mejores sensaciones. Tenemos que estar alerta para tomarla. Pero todas las olas, incluso las mejores, siempre terminan con que acabas en el agua, la ola se diluye, y tienes que volver a nadar para adentrarte en el mar a buscar, de nuevo, otra ola”. No se me ocurre mejor metáfora que explique lo efímero de los proyectos teatrales y la incertidumbre inherente a nuestro oficio.


1 Lección inaugural curso académico 2023-2024 en el teatro de ESADMurcia el 29 de septiembre de 2023.